René Arturo Villegas Lara

La ciudad de la Antigua Guatemala es un lugar de constantes descubrimientos. Cada vez que tengo la oportunidad de estar allí, gozo releyendo dos libros de César Brañas: Casa en Antigua y Como un Arco Roto, bellamente editados por la Editorial de la Universidad de San Carlos. Muchos gozan el final del año yéndose al extranjero, a una playa de la costa sur o de la costa norte, a un pueblecito pintoresco de las orillas del lago de Atitlán, en fin, hay que salir de esta atosigante ciudad capital. Yo prefiero largarme a la Antigua Guatemala y recorrer palmo a palmo sus calles, sus callejones, sus escondrijos; reconocer sus iglesias derruidas por los tumbos y retumbos de las entrañas de la tierra y de su calenturiento volcán de fuego, que por siglos ha aventados minerales para extender un suelo propicio para que crezca lo mejor del floreal de Guatemala. Y en esa bella y enigmática ciudad, en donde los espantos y los aparecidos se vuelven amigos de banqueta, a cada metro se descubren lugares, arquitecturas, restos de iglesias que allí estarán por siempre, mientras la vista se relaja en sus tres volcanes que la custodian en una cercana lejanía. Para sentirle el sabor a esta romántica ciudad que aprisiona el tiempo detenido, hay que caminarla con una lupa e ir observando, como en el microcosmos, una infinidad de datos que para nosotros, los extraños, son placenteros descubrimientos: nombres de calles, edificios conventuales que resistieron los temblores, construcciones emblemáticas, como la de la Universidad de San Carlos de Borromeo o el imponente Palacio de los Capitanes Generales. Es algo así, guardando las distancias, como diseccionar el Palacio Nacional, en donde el visitante encontrará una infinidad de detalles que sólo paso a paso, con lentitud de reptil, se pueden encontrar y conocer. Pero no sólo eso nos acontece en la Antigua: en el mes de diciembre y principios de enero, ocurren actos de ancestrales costumbres, como las hay en otros pueblos del país. ¿Acaso no son populares los viejos que salen a bailar a las calles en días cercanos a la Navidad, con sus máscaras y el sonsonete de una marimba sencilla o las loas que se montan en los atrios de las iglesias para que la gente rural descubra que existe el teatro? En mi pueblo, Chiquimulilla, el 6 de enero, para celebra el Día de Reyes y a escasos diez días de nacido el Niño Jesús, se deciden a sentarlo en un colchón de bricho, adornado con teteretas amarillas, mientras llega la hora del baile de El Sombrerón, que es un gran charro mexicano adornado con tecomatíos traídos de Esquipulas, para sortear quién será el próximo mayordomo de la Cofradía en el año que se inicia, responsabilidad que recae en quien tenga puesto el sombrerón cuando concluye el son. Pues bien, este uno de enero del dos mil dieciséis, observé una costumbre propia de la Antigua Guatemala: por las calles caminan distintos grupos de niños, de jóvenes o de adultos, portando imágenes del Niño Jesús, y sonando tortugas y chinchines de morro, van tocando las puertas de las vecindades para recibir ofrendas que servirán para celebrar el Día de Reyes. Y lo curioso es que allí son muchos los grupos que realizan esa costumbre y uno tiene que conducir con cautela para no atropellar a los devotos. ¡Qué deleite pasar esos días en la “Ciudad de las Perpetuas Rosas”!

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