Eduardo Blandón

Creo que la corrupción es una de las mayores enfermedades que invade nuestro sistema político y pone en riesgo la gobernabilidad del país. Combatirla es nuestro desafío.  Pero hemos fracasado.  O más bien, nunca hemos hecho intentos serios.  La historia reciente es la muestra de que los políticos se han hecho de la vista gorda y se han aprovechado de sus puestos para incrementar su riqueza personal.

No bastan campañas para promover la honestidad para generar los cambios que se necesitan, aunque es oportuno hacerlo.  De poco sirve promover la lectura de la Biblia o editar números especiales en periódicos sobre valores, si el ciudadano está a merced de una estructura corrupta que facilita el latrocinio.  Hay que disponernos a más.

Sospecho que las buenas intenciones señaladas (que no las critico en sí mismas porque son iniciativas sanas y colaborativas) deben ser acompañadas por un sistema jurídico fuerte, capaz de sancionar penalmente a quienes se atreven a meter las manos en bolsillos ajenos.  Sin ello, me parece, todo esfuerzo quedará frustrado porque promociona el que los delincuentes se sientan seguros de sus fechorías.

Esa es la razón por la que los políticos no parecen comprometidos en el combate a la corrupción.  O sea, no edifican un sistema legal a la altura de nuestras necesidades porque comprenden que ellos serían las primeras víctimas de una estructura fortalecida. Al contrario, hacen lo posible por copar los organismos jurídicos del Estado para que estén a su servicio y conveniencia.  Con ello, contribuyen al fracaso del país.

Si Guatemala pertenece a la lista privilegiada de países corruptos no es porque en otras partes sus ciudadanos sean más impolutos.  Evitan el saqueo del Estado porque reconocen el castigo seguro de sus fechorías, la vergüenza pública y la expulsión definitiva de la vida política.  Entre nosotros es todo lo contrario.  Los ladrones se enquistan en puestos políticos y medran per secula seculorum, contentos por la seguridad que ofrece la impunidad.  Así como estamos, no podemos seguir.

Artículo anteriorEl corazón de Antigua está en peligro
Artículo siguienteLa Navidad chapina