Luis Fernández Molina

Todos los ataúdes impactan porque marcan la línea divisoria entre este mundo y el otro. Son como vehículos –aeronaves– que habrá de transportar a la persona querida que vamos a despedir. Últimamente se ha acostumbrado situar sobre el ataúd la foto del difunto. Fotos recientes, sonriendo o con cara alegre. Otros corresponden a mejores años cuando el rostro del finado reflejaba el sol de primavera. Don Pepín en blanco y negro, lucía lleno de juventud y de esperanza. Bajo la foto una bandera de su patria abrazaba su féretro y muchos ramos alrededor.

Don José Farrera era un “hombre sincero de donde crece la palma”. Emprendió el viaje el sábado pasado en la madrugada. No le tocaba morir a pesar de sus 83 años y a pesar de que aún seguía activo asesorando empresas de pintura. Era gran aficionado a la ópera y tenía una voz privilegiada de tenor. Amaba la astronomía. No le tocaba morir cumpliendo la canción: “Nunca podré morirme/mi corazón no lo tengo aquí”.

No quiero extenderme en las muchísimas cualidades de Pepín, un hombre bueno, responsable y cariñoso como ya dije. Quiero sí referirme a esa bandera que allí representaba a todos aquellos hombres y mujeres –muchos amigos– que, como Pepín, murieron en la nostalgia, en tierra acogedora pero extraña. Son decenas miles de cubanos pero quedan ya muy pocos de aquellos primeros, aquellos que eran veinteañeros cuando cayó Batista.

Pepín dejó enterrado su corazón joven, pletórico de esperanzas cuando salió de Cuba a sus 26 años en compañía de su más amada Anabel con quien se había casado apenas dos años antes. Dejaron todo atrás y partieron sin nada, apenas unos 50 dólares en los bolsillos y sin conocimiento exacto del lugar de su destino. Fue la primera ola de emigrantes quienes anticiparon lo que se venía con el asalto de los barbudos. No es este el lugar ni el momento para un debate ideológico político pero sí dejó en el aire unas preguntas: ¿Por qué la gente quiso salir de Cuba? Hay cierta lógica en afirmar que esos primeros desplazados fueron formados en otra ideología, pero ya en los años 70 eran generaciones incubadas en el nuevo régimen y aún así querían huir y hasta hoy día los equipos deportivos o grupos musicales son vehículos para desertar. ¿Por qué no tienen libertad de viajar sus ciudadanos? ¿Por qué todos quieren salir y casi nadie quiere irse allí? ¿Serán tontos por abandonar el paraíso socialista?

Fuera de su patria Pepín vivió “como un ciervo herido” añorando su cálida patria; parafraseando la letanía de otro pueblo exiliado repetía: “el próximo año en Camaguey”. No tuvo la fortuna del Charro Cantor que se “quedó dormido” en Los Ángeles y lo llevaron a su México querido como pidió en las canciones con la voz de la guitarra suya. Nunca quiso Pepín regresar a su isla a pesar de la distensión. No quiso ver a su patria sometida y asolada por la plaga de langostas rojas incubadas a principios del siglo en las riberas orientales del Mar Báltico. También abrigaba cierto temor de que no lo dejaran salir. Obvio.

Pepín, como ciervo herido “buscaba en el monte amparo”. Mucho amparo encontró en Guatemala que lo recibió con los brazos abiertos y que amó como segunda patria. Formó una linda familia con muchos hijos, nietos y una bisnieta –María Belén– en camino. Ahora Pepín ya descansa de su peregrinaje. Espero que al despertar allá arriba se encuentre en medio de unas palmeras reales que se mecen al ritmo suave de una brisa fresca que lleve la melodía, en voz de Pavarotti: “Guantanamera, guajira guantanamera (…)”.

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