Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

La muerte de Eduardo P. Villatoro ha dejado un enorme vacío en La Hora que será imposible llenar y un dolor inmenso en todos los que tuvimos la suerte de tratarlo como un colaborador extraordinario, siempre aportando algo al medio y brindando consejos a los jóvenes periodistas de la redacción a quienes nutría con su experiencia y sabiduría. A mí, personalmente, me harán falta las conversaciones con Guayo sobre distintos temas de la actualidad nacional, costumbre que iniciamos hará casi 50 años cuando se convirtió en mi maestro en el primer trabajo de reportería que me tocó desempeñar y que luego cimentamos durante los años en los que trabajamos juntos en la Municipalidad en los tiempos del inolvidable amigo mutuo, Manuel Colom Argueta.

Me dolió mucho la noticia de su muerte y más aún el estar lejos de Guatemala y no poder acompañar a sus hijos en ese momento tan doloroso. Ya habíamos hablado con él sobre este desenlace y me comentó cuán preparado estaba para lo que veía venir y la enorme fe en Dios que le mantenía firme frente a esa certeza de muerte que debemos encarar todos los seres humanos pero que con tanta facilidad nos provoca angustia y desasosiego.

Cuando acordamos con él que dejara de escribir para no verse doblemente agobiado porque sentía la enorme responsabilidad con sus lectores y no quería fallarles, aunque las fuerzas físicas le habían abandonado, fue un momento duro porque nuestra conversación giró sobre la muerte, sobre lo que él sufrió tras el accidente que tanto daño le hizo a Magnolia, su esposa, hasta costarle la vida luego de un período angustioso en el que Guayo se desvivía por encontrar solución al problema.

Yo salí de Guatemala sabiendo que era cuestión de días la muerte de Guayo y así lo hablamos la última vez que conversamos. Pero con todo y que la muerte puso fin a su sufrimiento y a su pesar por la soledad de la viudez, no puedo dejar de sentir un profundo dolor por la ausencia del amigo que ya es definitiva y que ni Guayo ni su carnal Romualdo volverán a aparecer en estas páginas que le cobijaron sus artículos, tan buscados por los lectores, durante muchos años.

Tratamos de darle ánimo para que enfrentara lo mejor posible la última etapa de su vida y la verdad es que Guayo fue un caballero hasta para morir y para soportar la terrible enfermedad que le fue minando lenta pero inexorablemente.

No me cabe duda que ha sido uno de los guatemaltecos que más han aportado a su país, por el que sufrió exilio y pasó penas, pero al que le dio todo su entusiasmo cuando monseñor Quezada Toruño lo escogió para que fuera su secretario en la Comisión de Reconciliación que abrió las puertas a las negociaciones de paz que pusieron fin a la terrible y desangrante guerra interna que cobró tantas vidas.

Y luego nos regaló su experiencia y sabiduría en las tres columnas semanales que escribía con puntillosa regularidad y que nos vienen haciendo falta desde hace varias semanas. Descanse en paz nuestro querido amigo, quien junto a Magnolia nos estará viendo desde ese más allá de cuya existencia no dudó.

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