Roberto Arias

La maestra se enterneció al ver al niño llorando, sentado en un rincón del salón de clases ubicado en una escuelita gratuita para niños muy pobres, auspiciada por un colegio de niños pudientes, cuya labor social se expresa en sostener esa escuelita que proporciona a niños paupérrimos las facilidades para estudiar e intentar de esa manera sacarlos de la pobreza extrema y asistirlos en su desarrollo.

El niño lloraba desconsoladamente arrinconado en uno de los últimos pupitres, mientras sus compañeritos de ambos géneros desalojaban el salón al terminar las clases. La joven e inexperta maestra, hija de una amiga mía, se acercó al niño para preguntarle cuál era el motivo de su amargo e incontenible llanto. El niño, entre lágrimas, pucheros y suspiros, logró decirle a su maestra que lloraba porque habían asesinado a su papá y lo habían enterrado el día anterior en el cementerio de “La Verbena”.

Consternada, Sarita*, la maestra, teniendo una idea sobre los hábitat de donde emanan estos niños, le preguntó a Jacinto* que si su papá era piloto de autobús y él le contestó que no. Preguntó nuevamente Sarita si su padre manejaba un Tuc-Tuc, a lo cual Jacinto respondió de la misma forma.

Con la mayor de las intrigas, Sarita preguntó al desconsolado niño si su papá era guardia de seguridad privada. “No”, dijo nuevamente el niño. Preguntó nuevamente Sarita al niño si su padre era policía de la PNC, o miembro del ejército o si tenía alguna profesión que conllevara peligro, dadas las circunstancias que afligen a Guatemala y el niño pronunció otro escueto “No”.

Con gran curiosidad, Sarita inquirió con mayor seriedad a Jacinto, quien cuenta con únicamente nueve años de edad: “Entonces, ¿en que trabajaba tu papá?” Jacinto seguía llorando y limpiándose la nariz con el dorso de su mano dijo: “Mi papá era el encargado de cobrar semanalmente a unos choferes de camioneta y, si no le pagaban, tenía que dar aviso a los jefes más altos para que hicieran lo que tenían qué hacer.”

Sarita quedó de una pieza… estupefacta. Reponiéndose, Sarita le preguntó que ahora qué harían para subsistir ya que había muerto el jefe del hogar y Jacinto le dijo: “Ahora mi mamá se va a hacer cargo de los cobros porque no nos podemos quedar sin ese dinero; por lo menos mientras yo crezco un poco más y me permitan ser yo quien cobre el impuesto a los choferes, porque así es como tiene que ser.”

“¿Cómo es eso de que así tiene que ser?” indagó Sarita preocupada, sin comprender totalmente el juego de ideas y de palabras venidas de un chico de nueve años, a quien ella daba clases en primaria y no era un mal alumno. Este muchacho era comedido y en la clase está clasificado dentro de la media. Generalmente llega pobremente vestido, aunque con su ropa limpia.

Jacinto respondió con una frase lapidaria que dejó callada, pensativa y entristecida a Sarita, quien no salía de su anonadamiento: “¿Y cómo va a entender usted estas cosas seño, si usted no es más que una chica fresa que ni siquiera conoce cómo es la vida?”

*Nombres ficticios

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