Juan José Narciso Chúa

Los atentados terroristas de París, el derribo de un avión ruso por el ejército turco, lo escabroso que ha resultado enfrentar al Estado Islámico, la complicada situación en Siria y el enorme flujo migratorio hacia Europa son expresiones serias de una enorme crisis que se ha venido configurando en los últimos años, así como ha mostrado con dolorosa realidad que cualquier intento en materia internacional por la vía bélica tiene costos enormes para sociedades como la parisina que ha desechado la violencia como argumento de convivencia, pero ahora le estalla en sus propios hijos un golpe doloroso que no termina ahí, sino se agiganta por psicosis propia del terror y el temor desatado a partir de los atentados, con lo cual salir a caminar o recorrer las preciosas calles de París, hoy se hace pensando en un hecho que atemoriza permanentemente.

La situación en Beirut, los conflictos en Afganistán, la violencia permanente en Irak, la violencia recurrente entre palestinos e israelíes son fenómenos que se vienen arrastrando por años y que las grandes potencias han enfocado su distensión por el lado belicista, con lo cual los problemas se han profundizado seriamente y la violencia continúa siendo la constante. La historia hoy demuestra con suma crudeza, que la ocupación de Irak y la pretensión de «occidentalizar», esquemas políticos, no es fácil, pues atenta contra las tradiciones, costumbres y prácticas propias de esos países por lo que persistir en adecuar recetas de otros países, resulta sumamente equivocado y hasta peligroso.

Ciertamente la negociación multilateral o el arreglo bilateral toma su tiempo, todos lo sabemos pero pareciera que los costos de negociaciones prolongadas y a veces hasta infructuosas, tiene mayor capacidad de distensión en el corto plazo, puede propiciar acuerdos políticos de mediano calado y potencialmente podría representar arreglos de alcance en el largo plazo. Los costos de la confrontación y el belicismo golpean con dureza a personas inocentes, como ha ocurrido en París dos veces, mientras que el costo de la mesa de los organismos multilaterales provee espacios para comprender las diferencias, aceptarlas y buscar mecanismos para conseguir atenuarlas para el bienestar de las sociedades en conflicto.

Está ampliamente demostrado que los políticos muchas veces pretenden entender las necesidades de sus propios representados, consideran que han conseguido traducir las demandas ciudadanas, pero al final no es así. Las sociedades, los pueblos, los ciudadanos los que quieren es paz, en primer lugar, erradicar las prácticas violentas para zanjar diferencias, en segundo lugar, desarrollo económico que provean condiciones de mercado y empleo y, finalmente bienestar para las personas en donde el futuro de nuestros hijos no se vea hipotecado por la violencia, sino que se tenga la oportunidad de vivir en paz, de poder construir un futuro sano y de recreación y familia.

La presión migratoria es el resultado justamente de esas prácticas violentas que no conducen a nada, las personas que migran lo hacen porque justamente buscan sociedades más tranquilas, pueblos que acostumbrados a convivir con diferentes nacionalidades permitan su convivencia, permitan que puedan trabajar esas minorías y que así puedan construir el futuro de sus hijos, alejados del temor y la violencia.

El mundo se encuentra en una situación tensa, extremadamente preocupante, en donde únicamente se busca atajar los efectos de las desavenencias, sin comprender mínimamente sus causas, no se trata únicamente de encontrar culpables -este argumento únicamente ha demostrado enormes errores en las políticas exteriores de las potencias-, sino también de asumir responsabilidades por pretender exportar modelos, de establecer condicionalidades y de entronizar en el desarrollo autónomo de pueblos y sociedades. La paz se construye, no es únicamente un argumento vacío para que en nombre de ella se utilice la violencia y el terrorismo absurdo y demencial.

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