María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com

Recuerdo haberla visto parada junto al espejo y contemplar desde lejos su pálido reflejo, pensando en la princesa triste que esbozó Rubén Darío. Muda e inmóvil –La princesa no ríe, la princesa no siente- temblorosa por el dolor que desborda su alma y se mete en sus huesos -¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa- aprisionada en una jaula cuyos barrotes construyó su mente –quiere ser golondrina, quiere ser mariposa- incapaz de volar lejos de su verdugo, contemplando amorosa esa vieja prisión. Derrotada por el inexistente amor que en sus sueños idealizaba –la princesa está triste, la princesa está pálida-, creyendo que en lugar de realeza era solo una esclava –la princesa está pálida, la princesa está triste-.

El día en que él empacó su maleta, Luna se sintió derrumbada, la tormenta dentro de su cabeza se esparcía por sus venas como un líquido corrosivo que destruía sus entrañas. Al borde de la locura apenas podía recordar su nombre por el dolor absoluto que sentía al ver a aquel monstruo que amaba avanzar hacia esa puerta sin retorno posible.

Los siguientes días fueron caminar por el infierno, mejor dicho reptar, deprimida, agobiada, Luna se retorcía en su lecho. El recuerdo del hombre que se lo llevó todo le succionaba la vida.

Ya no tenía moretones en sus brazos ni heridas en su cuerpo, ya no recibía insultos ni gozaba del control que sobre ella era ejercido, pero la dependencia era tan intensa que por más que intentaba, se ahogaba en el vínculo que jamás se desvanecía. Lo buscó y le rogó, y él quizá aprovechó para exprimirle las últimas gotas que le quedaban de vida. Ofreciendo como siempre, nada a cambio, pero ella estaba segura de que era tan poca cosa que no era acreedora de algo diferente.

El tiempo pasó, y con él un sutil despertar, noches en vela y duros momentos. Un encuentro consigo misma tan doloroso como su experiencia. Encontró dentro muy dentro una titilante llama de su intenso valor que con mucho trabajo se expandió hasta convertirse en una fogata inagotable. Iluminada por esa cálida luz que desde adentro emanaba, comprendió por fin lo que nunca había visto. Ella vale, ella es importante, ella siente y tiene derecho a ser feliz. Quien le abuso es el carente de valor y de humanidad. Luna ya no podría imaginarse un solo día de su vida al lado de ese ahora despreciable ser a quien por su gran incapacidad y falta de autoestima soportó por tanto tiempo.

Ahora Luna ya tiene otro nombre, no es satélite ni se conforma con reflejar la luz de otros. Conserva, si, su lado oscuro pero comprende que es parte de su imperfecta humanidad. El monstruo que un día la tuvo aprisionada ya tiene a la vista a su próxima víctima, sin duda otra muchacha carente de autoestima, futura mártir del amor.

Después del sufrimiento, ella es una mujer nueva, con una pequeña dosis de amor propio, pasar por el infierno hubiera podido ser evitado. Recuerda a veces todavía con nostalgia, de cuando en cuando, sobre todo en las noches emerge una lágrima aún. Pero transformó el amor tan intenso que tenía a su abusador en amor a sí misma y su vida en definitiva, jamás podrá ser la misma. Hipsipila dejó la crisálida, y hoy, aunque el dolor no se ha esfumado por completo, recuerdo, cierro los ojos y doy gracias a Dios.

Artículo anterior¿Por qué le debe importar el caso Siekavizza?
Artículo siguientePerfil del Ministro de Salud