Fernando Mollinedo C.

No podemos decir que ya estamos acostumbrados a ella, quien con su desgarradora realidad nos ha tornado insensibles ante la realidad cotidiana con sus violentos actos en nuestro entorno. Me refiero a la violencia, eje natural de la delincuencia común, organizada, desorganizada y gubernamental.

Su presencia nos impacta con sus formas de destrucción del ser humano y nos gana la confusión reaccionando visceralmente; eso reduce nuestra presencia en puntos de convivencia para evitar cualquier posibilidad de riesgo: circulan en los medios de comunicación avisos sobre el robo de niños, asaltos en la Carretera Roosevelt a señoritas adolescentes y los infaltables asaltos a mano armada.

Con lo anterior, elaboramos esquemas mentales con nuestro pensamiento y el modo de concebir y valorar la realidad, esto se reduce a una actitud: me doy cuenta que lo que ocurre, me hace saber que sigo vivo ¡qué bueno que no soy yo el muerto o el abatido a balazos! ese cuerpo degollado o desmembrado con saña. Mientras esa suerte sea para los demás, puedo sentirme feliz de estar indemne, de continuar con vida.

Surgen movimientos sociales que claman justicia, condenan la impunidad, denuncian a los corruptos de todas las líneas y alcanzan a sacudir otras conciencias; pero… no dejan de ser movimientos parciales, fragmentarios, que de forma rápida caen en el aislamiento, sobre todo cuando otros grupos se apartan y los dejan solos.

Nuestro drama nacional es que cada uno vive en su refugio, en su trinchera, atrapado en su propia causa, en su organización, en su secta religiosa; por eso germina la intolerancia y hace que veamos a los que no comparten nuestra ideología y la misma visión, como seres opuestos, adversarios o en su caso, como enemigos a vencer.

Vemos cosas terribles como actos terroristas, por el uso sistemático de la violencia extrema como un medio estratégico para imponer una ideología, una religión, un régimen de organización o simplemente para hacerse de un poder y mantenerse en él.

La oleada de muerte y horror que no cesa en contra de la población civil por parte de los gobernantes delincuentes y los poderes paralelos al amparo de la impunidad, puede designarse como barbarie; sin embargo, todo lo sucedido (La Línea, el IGSS, las medicinas) no logró meter a toda la sociedad en un solo movimiento de indignación y protesta, de exigencia de justicia y rendición de cuentas.

La sociedad en mayor o menor grado condenó los actos ilícitos de los corruptos ahora entabicados, pero toda esa fuerza se quedó aislada pues la gente ya no acude a los espacios públicos cuando la tragedia es de otros. Hemos olvidado algo crucial: somos parte indisoluble de un contexto específico además de individuos, seres sociales, entes históricos a quienes afecta de un modo u otro lo que sucede en el país.

Cuando alguien cae asesinado, es secuestrado o lo “esfuman”, los que sobrevivimos y estamos atrincherados perdemos algo sustancial: el valor. Y los que protestan y exigen derechos en las calles siempre son los otros: hasta que nos toque.

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