Edgar Armando Ruiz Sosa

A lo largo de mi vida siempre quise imaginarme los inicios que hace 72 años la providencia permitió que Lázaro Ruiz Orellana comenzara a hacer feliz de uno en uno, empezando por mi abuela, a tanta gente y en especial a nosotros, su familia que hoy en estas orgullosas líneas quiere rendir en agradecimiento hasta el cielo, un más que merecido tributo al maestro y amigo.

Imagino a cualquier día de finales de los años 40, aquel niño descalzo, flaco, inquieto y de manifiesta mirada pícara que rondaba los alrededores de la hacienda El Tintero que atestigua aquellas calurosas mañanas jicareñas que abrazaron en la alborada a ese muchachito de ropas ligeras que empezaba a soñar; el viento se llevó ya la voz de aquel niño y la perdió en los recuerdos de mi abuela que al igual que antaño ahora lo recibió con una taza de café y el pan que tanto le gustaba en la eternidad del cielo. Inmisericordemente el tiempo asaltó de forma intempestiva a todos y convirtió a Lachito en un adolescente, que se dio cuenta en la nostálgica mirada de su madre que estaba creciendo, disminuyendo los regaños y convirtiéndolos en consejos que hasta hoy fueron heredados por los hijos a los que profesó un inmenso amor; ya los simples requerimientos de un niño se fueron marchitando y florecieron cargas de responsabilidad.

Si algo caracterizó a aquel campirano joven de acento oriental recién venido a la capital, fue siempre el deseo aspiracional de terminar con las acentuadas carencias de un patojo que siempre buscó motivos para ser el orgullo de su madre que tanto dio por él. El barrio La Parroquia se convertiría en su terruño y en el nido de sus andanzas que redactaron en su vida el preludio del maestro que el destino lo llamó a ser; y en ese tránsito ya hoy finalizado, conoció al amor de su vida, mi madre, que triste recuerda el momento que cegada por un titilante brillo que unos transparentes ojos cafés la enamoraron en una parada de bus; interpreto las lágrimas de mi madre como pequeños y algunos olvidados recuerdos que hoy en la palestra muestran el dolor de una mujer que por cuarenta años fue feliz al lado de un hombre que no se preocupó por lujos, sino porque en una pequeña mesa jamás faltara sustento.

Mi madre acertadamente decide mostrarle ese inconmensurable amor a su esposo otorgándole descendencia, y es aquí donde el licenciado Lázaro Ruiz empezó a esculpir la obra culmen de su vida, dándole sentido a lo que en su momento le pareció extraño, dedicándose a predicarles a sus hijos con el ejemplo que da cuenta de un hombre honrado, gentil y recto. De este peso que conlleva la carga de esta tristeza tan grande de ese espacio vacío que ni el aire lo llena, me consuelo con los recuerdos y añoranzas que se mantendrán guardadas en la despensa, que al recurrir a ella volveré a ver aquellas manos tan llenas de bondad, que todavía siento consolando mi triste mirar, que jamás se resignara a perderlo, pero que algún día se resignará al insuperable dolor que se quedará en su lugar.

Mi percepción del tiempo ha cambiado, cuando estuve a su lado como hubiera querido que un segundo se convirtiera en un año; ya no me da miedo el transcurrir incesante del tiempo, necesito que el reloj avance, para ahora ejercer lo que con tanto amor nos enseñó, ya que dejó unos zapatos muy grandes que llenar, y me quedo con tantas caricias etiquetadas a su nombre, con los muchos recuerdos y consejos. Al final no se ha ido, al final tengo tanto que hacer para tener de qué platicar en nuestro encuentro y ahora que no está, entiendo porque nos quería tanto.

Termino estas apesaradas líneas en el mismo asiento donde juntos luchamos hasta el final y donde yo esperanzado creía que las cosas iban a terminar diferentes, pero se hizo la santa voluntad de Dios y con eso basta; HASTA SIEMPRE PAPA, MISIÓN CUMPLIDA, ES MOMENTO DE DISFRUTAR TANTAS BENDICIONES Y HUMILDES, GRACIAS POR TODO.

PAZ, TRABAJO Y BENDICIONES.

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