Pedro Pablo Marroquín Pérez
pmarroquin@lahora.com.gt
Tal vez así es más fácil para algunos. Imaginemos una empresa de muchos años con enormes fortalezas, con potencial de seguir creciendo, con trabajadores incansables que se esfuerzan a diario para llevar los frijoles a su casa, pero cuya mayoría de sus operaciones tiene que ver con negocios turbios, con directivos corruptos y accionistas o socios que no están dispuestos a modificar las reglas ni las bases de su negocio porque la empresa es rentable y da para vivir bien. Ni los socios quieren cambios, ni tampoco hay un solo directivo que se los pida, mucho menos los exige la clientela.
La empresa, dentro de un proceso llevado al tenor de la ley, sufre un proceso de transformación porque sus directores caen presos acusados y procesados por malos manejos y corrupción, con el agravante de que los accionistas supieron de las anomalías pero se hicieron de la vista gorda porque recibían réditos indebidos.
Los socios ven que es una situación difícil porque el malestar del empleado ante lo que se vive es total; el desánimo de los trabajadores que se acercaron a pedir un aumento y se les negó argumentando que “la empresa no estaba para eso”, es gigantesco debido a que vieron cómo ellos trabajaban más para solo beneficiar a los corruptos. Los clientes comunes y corrientes están decepcionados aunque no dejan de comprar.
Por lo tanto, en un proceso normal, los socios deciden vender la compañía diciendo que se dejaron esos negocios oscuros; a los trabajadores se les indica que vienen tiempos mejores y de optimismo y a los clientes se les ofrecen nuevas cosas; pero a los pocos meses se dan cuenta que unas personas igual o más largas que los antiguos directores toman posesión, que los accionistas nuevos no tienen estándares éticos que permitan pensar en un nuevo rumbo y que se sigue participando en negocios al margen de la ley.
Esos accionistas se resisten a invertir en la compañía, a implementar controles y procedimientos, ni tampoco quieren celebrar una asamblea de accionistas que cambie por completo las reglas del juego por medio de la cual se establezcan nuevas políticas que permitan un lucro normal y honesto que, además, permitan premiar el trabajo honrado.
Los clientes, ¿contribuirán al colectivo social comprando de o contratando a una entidad así o solo serán cómplices de la podredumbre? ¿Cree usted que esa entidad o empresa, tiene futuro para salir adelante por el camino del bien, cuando no cambia nada de su esencia? ¿Considera usted que un negocio manejado de esa manera le agregará valor a sus colaboradores, empleados y clientes honrados?
La respuesta es un rotundo no, y eso es justamente lo que nos pasa como país. Tenemos guatemaltecos trabajadores incansables que luchan para conseguir sus sueños y que pagan sus impuestos esperando que los mismos se traduzcan en bienestar y oportunidades, pero somos dirigidos por una bola de sinvergüenzas que tienen secuestrado los poderes del Estado, en especial el Congreso de la República.
Los accionistas, que para estos efectos son los financistas de las campañas y que ahora nos dicen que vivimos tiempos de extremo optimismo, se resisten a cambiar las reglas y cuando uno dice que tenemos posibilidad de cambio pero que a la fecha no se ha modificado nada, dicen que nos gana el negativismo cuando únicamente existe realismo.
Y en esta analogía, nosotros los ciudadanos convertidos en clientes, elegimos a los nuevos directivos y accionistas, pero nos resistimos a tomar medidas para lograr cambios y nos conformamos con tímidas actitudes que le siguen dando réditos a unos directivos (diputados) y accionistas (los financistas) que no desean cambios.
Por eso es que cuando se nos traza la ruta dura del cambio, dicen que no es momento y que los recursos deben salir de lo que le quitemos a los picaros, pero saben que sin herramientas y recursos, nunca se podrá atacar a los mafiosos lo que genera un círculo vicioso perfecto.
Nadie compraría una empresa en esas condiciones y tampoco, nosotros los ciudadanos, nos deberíamos de conformar siendo parte de un país cuyos jeques se resisten a los cambios para seguir manteniendo una asquerosa red de influencias, beneficios, corrupción e impunidad.