Raúl Molina

Quienes generan la riqueza –los trabajadores, los campesinos y los pueblos indígenas—ya no quieren vivir en la pobreza y pienso que quienes viven en la riqueza ya no pueden ignorar la pobreza. Pensé así al volver a leer “Las Venas Abiertas de América Latina”, extraordinario libro del gran escritor uruguayo Eduardo Galeano. Es lectura obligada para toda persona latinoamericana, especialmente para nuestras juventudes. Dice, en su iluminadora introducción: “La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta…Nuestra derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos”.

A finales de 2014, luego de tres años intentando unificar fuerzas políticas de izquierda entre sí y con fuerzas sociales progresistas, casi llegábamos a la conclusión de que se “había arado en el mar”. No había un proyecto electoral progresista sino que tres o cuatro, enfrentados y críticos entre sí. Peor aún, al llamamiento del Movimiento de Unidad Progresista y Popular (MUPP) para exigir el 14 de enero de 2015 en la Plaza de la Constitución la renuncia de Otto Pérez sólo asistieron 10 personas. Cualquier cosa que planteáramos era en ese momento una irrealizable utopía; los abusos del sistema político, la corrupción generalizada y la impunidad parecían inatajables. De repente, una clase media usualmente no politizada y tradicionalmente apática, hastiada de corrupción y contando con estímulos de “los poderosos”, se desbordó, primeramente en las redes sociales y posteriormente en la Plaza de la Constitución. El chispazo inicial del 27 de abril –que no fue producto de la izquierda política– fue retomado por la mayor parte de los sectores urbanos y el espacio político se abrió por el eficaz y eficiente accionar de CICIG. De repente, la utopía de la “depuración” del régimen apareció como una acción posible: en mayo renunció la vicepresidenta y se empezó a desgranar la mazorca, hasta que en septiembre renunció el presidente.

Las elecciones generales, en sus dos vueltas, impidieron lograr una utopía mayor y más profunda: la reforma del Estado. Hoy, lamentamos que una variante del Partido Patriota nos vaya a gobernar y que la clase política haya mantenido su hegemonía en el Congreso y las alcaldías, con pocas excepciones. No obstante, ahora estamos en una situación social y política distinta. Reformar el Estado y otras utopías son alcanzables. La modalidad de alcanzarlas no es ahora la revolución violenta de las grandes mayorías, sino que la gran alianza de éstas, que padecen miseria y hambre, con las capas medias, que reclaman valores que se han venido perdiendo en nuestra sociedad por el abuso, la corrupción y la impunidad. La utopía es clara y el reto es enorme, ¿tendremos la capacidad de inventar nuestras soluciones en los próximos dos años?

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