Eduardo Villatoro

Hubiera preferido no haber tenido que despedirme de mis pocos amigos y de mis contados lectores, o no haberme reencontrado con esas extrañas y queridas personas que uno descubre en la vida sin proponérselo, sin que se enterasen de que había retornado de un largo y extenuado viaje; pero, para utilizar una vieja y gastada frase que siempre tiene la virtud de acertar: los designios de Dios son inescrutables, y cabalmente el Eterno tenía que utilizar el sutil y siempre atinado tiempo de un camarada y sus trajines, oficios, añoranzas y recuerdos comunes ideales, para compartir con ustedes, conocidos y desconocidos amigos en el tiempo y en la distancia que este viejo cascarón con miríadas de confetis que adentro están por reventar de olvidos y de amores, según sea la inmutable voluntad de mi Creador.

Creo, sin embargo, que es deber mío compartir a grandes rasgos los sucesos que prevalecen.

En un día del mes de noviembre les conté que habiendo viajado a Wisconsin, al noreste de Estados Unidos, veníamos de retorno con mi amiga de siempre, cuando sufrió una caída estrepitosa. Se golpeó severamente en el cerebelo. Estuvo más de 10 días en coma y dos meses más hospitalizada hasta que los especialistas acordaron que podía viajar de retorno a Guatemala. Fueron silenciosas semanas de soledad compartida.

Al retornar, la hospitalicé en el centro El Ceibal, del IGSS, hasta que llegó el momento en que con mis hijos tomamos una crucial decisión. Optamos por recluirla en la casa donde vivimos, bajo la supervisión y vigilancia permanente de dos enfermeras, así como el cuidado y constante atención amorosa de mi parte y de dos de los chicos que conviven con nosotros.

A principios de mayo se agravó. Los especialistas nos plantearon tres opciones. Recluirla en un centro hospitalario o en una clínica privada, o atenderla en nuestro hogar con personal a su servicio. Decidimos tenerla bajo el alero de nuestro amor.

A todo esto yo fui atacado por tres frentes patológicos. Insuficiencia renal. Trombosis en una de las piernas. Y obstrucción en la ingle. Casi simultáneamente. Después de exhaustivos análisis detectaron una enfermedad terminal, cuyos pormenores no son imprescindible enumerarlos.

Durante el tiempo en que estuve al lado de mi amada Magnolia en el centro médico a inmediaciones de Milwaukee, con mi maltrecho inglés y sin amigo alguno con quien entablar una breve y paciente conversación. Mi estropeada y frágil relación con el Omnipotente se fue vigorizando lenta, pero firme, estrechamente. En un momento dado se tornó tierna y férrea; dulce y vigorosa; suave y espontánea; melancólica y enraizada; constante y taciturna.

La enfermedad que me atacó se tornó dolorosa, pero no impidió que aun en los instantes más agudos que sobrevino en el período más crítico del estado mórbido de la compañera de toda mi vida, se enturbiara ligeramente.

La ausencia emocional y física de mi amiga y amante, esposa y compañera, camarada y confidente contribuyó a que mis padecimientos, especialmente el más penetrante, se empecinara con más tenacidad –dicho sea contradictoriamente– embistiendo con ardor y fiereza a mi debilitada anatomía.

No faltan, empero, los amigos y familiares cercanos que con toda buena fe que los embarga, –sin ningún ánimo de indiscreción y menos mezquina malevolencia–, que se encargaron de dar a conocer mi estado de salud, con un espléndido ingrediente de denuedo, para que otros amigos acudieran en mi auxilio con su dadivosa dosis de fraternidad, compañerismo y amor fraternal.

Este es el caso de Oscar Clemente Marroquín, mi espléndido amigo que sin ataduras de ninguna clase ha tendido sus generosos brazos, justamente cuando más he necesitado del profundo y cariñoso lenitivo que se ha extendido hasta mis más íntimas necesidades afectivas.

Me quedan dos caminos que no soy yo quien ha de escoger. El pronto auxilio divino para descansar en la eterna mansedumbre de mi Padre o el no menos exuberante sendero de pacífico trasiego en el vigoroso y tranquilo regazo del mismo Creador de mi vida, para reposar en el tranquilo valle que fue el entorno de mi origen.

¡La voluntad de Dios ha de prevalecer!

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