Estuardo Gamalero
«El que aprende y aprende y no practica lo que sabe, es como el que ara y ara y nunca siembra.» Platón
Mis reflexiones de hoy empiezan con la siguiente pregunta: ¿Debemos combatir las causas o los efectos de la corrupción?
Cada cuatro años aparece una agenda de ofertas y promesas políticas, que se define fundamentalmente por estudios de opinión que indican a los políticos: ¿qué busca el pueblo y cuál es el tema de moda para ganar votos?
El proceso electoral 2015 no fue la excepción y vimos como el tema que intentaron abordar todos los candidatos fue: «combate a la corrupción», «El serrucho», «el bisturí», «se nos derramó el vaso», «el yo no sé quién fui», «el me toca», «el yo no soy de esos», «el yo ya aprendí», fueron esloganes o filosofías detrás de las campañas electorales.
En otros procesos, las promesas electorales giraron alrededor de cosas como: «alto a la delincuencia», «más trabajo», «el gobierno del pueblo» etcétera.
A partir de la victoria de Jimmy Morales como nuevo Presidente de la República, he escuchado entrevistas, análisis y he leído decenas de artículos y opiniones, que versan sobre qué temas deberá enfrentar el nuevo Gobierno para tener éxito. «Que sea transparente»; «que atrape a los peces gordos de la corrupción nacional»; «Que no se deje envolver por los chantajes de los próximos congresistas»; «que combata la corrupción de los sindicatos del Estado»; «que destruya el modelo perverso de los negocios que hacen los gobernantes»; «que se una a la Embajada de los Estados Unidos y a la CICIG»; «que fortalezca a la Contraloría General de Cuentas»; «que sea austero»; «que se limite a promover y exigir cuatro o cinco leyes de urgencia nacional»; «que se desmarque de los militares de antaño»; «que no se deje envolver por los políticos tradicionales» etcétera.
Las recomendaciones indicadas son plenamente válidas y resultan asuntos de importancia nacional. Mi reflexión la oriento en el sentido que dichos temas no son la causa del problema: son efectos y resultados de un Estado y una sociedad, en la cual no existe cultura de cumplimiento de la ley y respeto de las instituciones. Dicho en otras palabras, nos estamos preocupando por mejorar los efectos y no por atacar el origen de los problemas. Algo así como tener un paciente enfermo con una infección y creer que lo curamos porque le bajamos la fiebre con hielo. O bien, no cuestionar qué provocó la infección al paciente y por qué tiene fiebre.
Me considero uno más, de esos millares de guatemaltecos entusiasmados con la idea de combatir el flagelo de corrupción y fortalecer la transparencia. En esa batalla, identifico dos cosas como algo fundamental: I) que siempre se respete el Estado de Derecho; y II) que el movimiento en pro de la transparencia no se convierta en una Inquisición ideológica o populista.
Encarcelar corruptos es muy importante, pero de poco sirve si no corregimos las causas que pervierten el sistema y a las personas. No dudo que hay dignos guatemaltecos que llegan al Estado con el deseo de hacer bien las cosas y sacar adelante al país. La preocupación es, ¿cómo evitamos que el sistema corrompa a los buenos y cómo prevenimos que los corruptores intenten continuar con ese modelo de lucro asqueroso a través de las instituciones del Estado? De poco sirve que mejoremos las leyes, si quienes las aplicarán y quienes las debemos cumplir, seguimos actuando por encima de ellas.
Exterminar a los corruptos no es un fin, sino un medio. En todos los países existe la corrupción y se dan casos de soborno, extorsión, nepotismo, falta de rendición de cuentas, evasión fiscal, contaminación ambiental y explotación laboral. Algo que hace la diferencia entre una nación y otra, es la fortaleza de sus instituciones y la cultura de cumplimiento y respeto a la ley.
Sin menospreciar los efectos negativos que dejan la corrupción y la opacidad en el Estado, mi recomendación al Presidente Morales y los nuevos funcionarios y dignatarios de Guatemala, es que trabajen e inculquen fuertemente el respeto a las instituciones y velen por el imperio de la ley a todo nivel, ya sea funcionario público o civil, jefe o empleado, rico o pobre, indígena o ladino.
En mi opinión, la meta no es que todos terminen en prisión, sino más bien que comprendamos que nadie es superior al imperio de la ley. Serán actores importantes todos los funcionarios públicos, sin embargo, la enorme tarea de administrar justicia, evitar que se cometan injusticias procesales y que los pícaros burlen la ley, corresponde a la Corte Suprema de Justicia y los demás tribunales.
A Guatemala le toca poner en práctica las lecciones aprendidas.