Martín Banús
marbanlahora@gmail.com

La palabra ateo (de ateísmo) viene del griego: <a> que significa “sin”; y <teo> o <theos>, que significa “Dios”; es decir, “sin-dios”. El latín de Roma, absorbe al ateísmo, como “atheismus”.

Los ateos son aquellas personas que se declaran no creyentes o no reconocedoras de la divinidad, aunque muchísimos de ellos, -lo confiesan-, quisieran creer que hay algo más después de la vida, pero no reconocen como convincentes, aquellos argumentos que para otros si lo son.

Sus argumentos, sin embargo, son sólidos y respetables: ¿por qué y cómo creer en algo que no se percibe? ¿Por fe? Ya nos referiremos en próxima ocasión, a la bendita Fe y al dogma de fe.

Desde el campo de la razón, parece imposible poder demostrar que “la creación”, con todo y sus inmensos y colosales océanos y montes, con sus estrellas infinitas, sus esplendorosos amaneceres y la enorme diversidad de formas de vida de plantas y animales, incluyendo la nuestra-, no es suficiente prueba de la existencia de un Principio Energético Consciente. No les alcanza a los ateos para aceptar que todo eso es “obra y evidencia de Dios”. Para ellos, toda esa maravilla siempre ha estado ahí, brotando, evolucionando e incluso desapareciendo y volviendo a surgir… Siempre ha estado ahí…, siempre ahí…

Para ser honestos y aun con todo lo anterior, diremos que nos inspiran mucho más respeto estos ateos que han ahondado en sus más sinceras y profundas deliberaciones, que aquellos otros que se han enfundado por cultura o tradición, en credos religiosos que ni siquiera pueden ni saben defender, -no hablemos de ser coherentes con sus mandatos-, llegando al punto, incluso en su plenitud racional, a creer lo que creen y a ser lo que son, tan sólo porque así se los dijeron o se los inculcaron, sin más… Es decir, poniendo su misma consciencia en manos de alguien más… Después de todo, dirá alguno, “animales de costumbres” somos.

No estamos refiriéndonos aquí para nada, a la religión. Es decir, debemos aceptar el hecho, -aunque para algunos resulte complicado hacerlo-, que hay quienes creen en Dios, pero no siguen religión alguna, ni falta que les hace… Tienen su propia acepción de Dios y no por eso, son menos ante aquel “Agnostos Theos” el Dios desconocido de los griegos y de tantas otras culturas, incluidas las asiáticas y las mesoamericanas.

Sinceramente hemos de decirles, que no terminamos de creerles a quienes se declaran ateos… Al conversar con algunos de ellos, por lo general terminan diciendo, -luego de algunas deliberaciones en las que confirman nuestra auténtica sinceridad por su cosmovisión-, que para ellos, sí, sí existe una fuerza misteriosa… Como una ley sobre todas las leyes… Es como un poder, nos dicen, pero, por qué llamarle a eso “Dios”, nos replican…
Como dijera Facundo Cabral: “muchos se dicen ateos, hasta que su avión comienza a caer…”.

El hombre es, por naturaleza, creyente… No está en él, decidir si creerá o no. En el fondo, pareciera que el ateo, al declararse como tal, lo que hace en realidad es pedir ayuda, exigir al Altísimo, alguna evidencia concluyente…

Esta es, -tal y como lo atestigua y registra la historia-, una característica manifiesta hasta en el más primitivo de los hombres. El mismo Platón nos habla de una civilización extraordinaria y milagrosa, que se ubicó alguna vez, más allá del paso de las columnas de Hércules (el Estrecho de Gibraltar), las patentes muestras ritualísticas en Asiria, en Babilonia; etc., y otras anteriores, que evidencian la vital necesidad que el hombre siempre ha tenido de explicarse a sí mismo, quién es, de dónde viene y para dónde va… Es decir, del por qué está aquí y cuál es la razón de su existencia, que nada tiene que ver con “la casualidad”, sino en todo caso, con la causalidad o incluso, con el misterio…

Con todo respeto a mis amigos que se autodenominan ateos, los menos entre ellos: ¡No les creo! ¡Ustedes no lo saben o no lo aceptan, pero creen!
¿Tendrán, quizás, que abordar el avión aquel de Cabral, para que lo reconozcan?

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