Luis Enrique Pérez

Votar es un derecho. Abstenerse de votar es, entonces, abstenerse de ejercer un derecho. Pretender que todos los ciudadanos empadronados voten es tan absurdo como pretender que todos los ciudadanos tengan casa, porque tener casa es un derecho. También podemos afirmar que, en general, quien posee un derecho puede abstenerse de ejercerlo, y que, en particular, quien posee el derecho a votar puede abstenerse de votar. Un derecho cuyo ejercicio fuera obligatorio, no sería derecho.

En nuestro país, en un proceso electoral votan los ciudadanos empadronados que, por cualquier motivo, creen que deben ejercer el derecho de votar. No votan los ciudadanos que, también por cualquier motivo, no creen que deben ejercer ese derecho. Y hasta puede suceder que, por cualquier motivo, no voten los ciudadanos que creen que deben ejercer ese mismo derecho; o que voten aquellos que, también por cualquier motivo, creen que no deben ejercerlo. La cuestión estrictamente esencial es que el acto de votar es tan lícito como el acto de no votar. Por supuesto, precisamente porque el derecho a votar no es obligación de votar, quien no ejerce ese derecho no incumple una obligación exigible civil o penalmente. Ni aun empadronarse es una obligación. Empadronarse es condición necesaria para ejercer el derecho a votar; pero empadronarse no obliga a ejercer ese derecho.

Una mayor o una menor abstención de voto no necesariamente altera las proporciones de voto adjudicadas a un candidato. Por ejemplo, un candidato presidencial que obtiene 30% de votos en el caso de que vote 40% de ciudadanos empadronados, muy probablemente puede obtener el mismo porcentaje si vota 99% de ellos. Es decir, aunque haya una diferencia de cifra absoluta de votantes (o cifra no comparada con otra cifra para calcular una proporción), no tiene que haber diferencia de cifra relativa (o cifra comparada con otra para calcular una proporción, como la porcentual).

Es importante, no la abstención o no abstención de voto, sino la proporción de votos que obtiene un candidato con respecto a la proporción que obtiene el candidato competidor; y gana finalmente una elección el candidato que obtiene una mayor proporción. Empero, entonces el número absoluto de votos no es importante. Por ejemplo, en nuestro país, en una segunda elección presidencial, el candidato que obtiene una mayor proporción de votos es el ganador aunque hayan votado cien, o mil, o cien mil o veinte millones de ciudadanos.

Los ciudadanos que anulan el voto realmente no votan, es decir, no eligen candidato, sino que renuncian a elegir. Es una renuncia lícita. La Ley Electoral y de Partidos Políticos no le confiere alguna validez al llamado “voto nulo”, aunque la proporción de este voto fuera mayor que la del voto de quienes eligen. Quiero decir que la ley excluye la posibilidad de que el voto nulo pueda ser ganador, unido o no unido con al voto “en blanco”, que es emitido por ciudadanos que, estrictamente, también renuncian a elegir. No una reforma sino una completa sustitución de la citada ley tendría que conferirle, de alguna manera, valor al voto nulo o al voto en blanco, por lo menos si la proporción de ese voto es mayor que la proporción del voto de quienes eligen.

Actualmente la elección, por ejemplo, de un candidato presidencial en un segundo proceso electoral, es legítima legalmente, no por el número de ciudadanos que realmente eligen, es decir, que no anulan el voto ni votan en blanco. Es legítima porque legalmente el candidato que obtiene una proporción de votos mayor que la proporción que obtiene su competidor, es el candidato triunfador, aunque solo voten cien o mil ciudadanos.

Post scriptum. La Ley Electoral y de Partidos Políticos tendría que ser aniquilada y sustituida para que la adjudicación democrática de funciones públicas sea más legítima. Por ejemplo, no debería ser privilegio de un partido político proponer un candidato a la Presidencia de la República.

Artículo anteriorMuchas gracias Iván Velásquez
Artículo siguienteDe la mano dura al ciudadano puro