Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt
Tras la euforia ciudadana que significaron las renuncias de Pérez Molina y Baldetti, con la consecuente captura de ambos y su reclusión en la cárcel para enfrentar un proceso judicial, llegamos al final del proceso electoral en marcha y la gente habla de apatía y poco interés de los electores, pero en realidad lo que hay es un panorama verdaderamente complicado porque las opciones que sobrevivieron a la primera vuelta no han dado la menor muestra de entender la situación del país ni la necesidad de enfrentar con determinación el cambio profundo que nuestro sistema político reclama.
Para empezar, se viene una crisis económica de envergadura por factores externos que presionarán a todas las economías latinoamericanas, pero también en el caso de Guatemala por los desaciertos de los últimos gobiernos que perdieron el norte de la disciplina fiscal y que, para hueviar a manos llenas, endeudaron al país de manera irresponsable. Los reducidos ingresos fiscales no van a aumentar en forma mágica, como dicen los candidatos, simplemente porque alguno de ellos salga electo, ni la carga que significa un gasto público disparado criminalmente por los pactos colectivos clientelares suscritos en muchas dependencias del Estado, se va a aliviar por arte de magia. En otras palabras, bajos ingresos, altos gastos de funcionamiento y un elevado servicio de la deuda, son elementos que se vuelven explosivos cuando se combinan como se empezará a sentir el próximo año.
En términos de corrupción no se ha logrado ninguna reforma que signifique la menor esperanza de que dispondremos, además de la CICIG, de instrumentos para establecer la transparencia en el manejo de los fondos públicos. La participación ciudadana será fundamental para mantener la exigencia de cuentas claras y como amenaza a los ladrones de lo que les puede pasar, pero es indispensable crear mecanismos de verificación y auditoría eficientes para acabar con el despilfarro de los recursos públicos.
Y en materia política ni qué decir. Empecemos por señalar que no puede haber una democracia como la que aspiramos mientras no tengamos verdaderos, léase bien, verdaderos partidos políticos que sustituyan a ese remedo actual que opera más como una empresa mercantil que como instrumento de intermediación para la participación ciudadana. Empezando porque, como las empresas, tienen dueño y se hace lo que el dueño quiere, por lo que cuestiones como ideología, formación de cuadros y participación de las bases en decisiones adoptadas de forma democrática son puras y verdaderas babosadas que no existen en ninguna, absolutamente, de las formaciones existentes hoy en día.
Puede sonar extremadamente pesimista, pero tras el análisis de lo que ha dicho y hecho cada candidato y de lo que ha dejado de decir y atender, creo que la mayor aspiración que tenemos que tener es aquella vieja receta de las abuelas cuando venían tiempos duros y que se resume en la frase “que Dios nos agarre confesados”.
Me parece que la tarea de sanear al país la terminamos dejando a medias porque nos tragamos esa paja de que “tu voto cuenta”, como si viviéramos en una verdadera democracia. Vivimos una farsa democrática y nos prestamos a ella. Ahora nos toca vivir con las consecuencias.