Eduardo Blandón

Algunos sentimos cariño por la izquierda talvez por románticos.  No es que la amemos o provoque mariposas en nuestro estómago, es todo lo contrario, a veces experimentamos distancia y repulsa.  Pero es el amor primero y como tal, hay una especie de condena que no impide la traición.

Motivos hay suficientes.  Líderes insulsos o con discursos anquilosados.  Intelectuales apocalípticos con ínfulas de visionarios.  Militantes venales con poca creatividad, sin propuestas, repetidores de consignas y canciones del pasado.  Divorciados de la filosofía que proclaman.  Desarticulados, francotiradores, contadores de glorias mínimas, aderezadas de grandeza.

Dinosaurios.  Traumatizados.  Heridos de muerte.  Sin capacidad para la renovación.  Siempre metiendo zancadillas a las nuevas generaciones a las que con su visión frustrada las considera fracasadas.  Pesimistas.  La sociedad está llena de borregos a la que es necesario conducir.  La masa es la irracionalidad y necesita líderes (o sea ellos mismos) para hacer posible el cambio radical.

No hay medias tintas para buena parte de la izquierda.  O hay cambios profundos (revolucionarios) o no hay nada.  Los procesos son timos de los detentores del poder, jugar su juego, en su tablero, lo de siempre.  Por ello se mofan cuando hay regocijo por pequeñas conquistas.  “Eso no es nada”, dicen, “son ingenuos que no enteran de la trampa en que han caído”.  Y se solazan en la crítica llena de arrogancia por la utopía inalcanzada.

Esa izquierda es aborrecible y detestable.  Con ella no se puede comulgar, da grima, produce rechazo.  Afortunadamente hay signos de renovación y la vieja guardia se queda en el camino.  En algunos años ya no se hablará de ellos y su recuerdo se borrará de la memoria.  Se gesta una renovada primavera y eso abre nuevas posibilidades para el pensamiento alterno.

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