La aplicación de una pena a los delincuentes persigue dos objetivos importantes, puesto que por un lado es fundamental que quien comete algún delito sea sancionado por los actos cometidos, pero también cuenta el hecho de que se sienten precedentes para disuadir a quienes en el futuro puedan incurrir en el mismo tipo de acciones.
Por ello es que en La Hora consideramos fundamental y como un golpe verdaderamente ejemplar, la extinción del dominio en los casos de corrupción cuando se hace evidente la forma en que amasan fortuna quienes pasan por el poder y sus parientes que de manera ostentosa terminan engrosando las filas de los millonarios de nuestro país sin que hayan tenido que producir absolutamente nada, más que trinquetes sucios que les permiten embolsarse cantidades obscenas de dinero.
La norma en nuestro país, desde la fundación de la República, ha sido de impunidad y aquí ningún corrupto ha pagado por los crímenes cometidos que son gravísimos porque afectan a un pueblo pobre al que le roban servicios básicos, oportunidades y el derecho a mejorar sus condiciones de vida. El dinero del fisco no se destina a la atención de las necesidades nacionales sino a hacer negocios, al punto de que en los últimos años toda compra, todo contrato y cualquier compra, se hace no con base en la calidad de lo adquirido ni en la necesidad del país, sino simplemente por el tamaño de la comisión que, como se ha visto, se reparte desde abajo hasta los más altos peldaños de la estructura jerárquica nacional.
Crimen sin castigo ha sido la constante histórica, pero gracias a la existencia de una Comisión Internacional Contra la Impunidad, que muchos quisieron eliminar desde antes de que se estableciera y que este gobierno se había propuesto finiquitar sin más trámite, ha permitido por vez primera que la mano de la justicia alcance a quienes se sentían intocables y actuaban como tales.
Si tuviéramos que extinguir el dominio de todos los capitales de Guatemala surgidos de la corrupción de todos los gobiernos, seguramente que el país viviría su mayor revolución económica, pero eso es materialmente imposible en los casos más remotos. Pero al menos lo ocurrido desde la vigencia de la actual Constitución sí debiera ser objeto de un esfuerzo serio por depurarnos, y eso significaría despojar de sus riquezas mal habidas a tanta gente que hoy se pavonea con sus fortunas, como si fueran fruto del trabajo y el esfuerzo y no de la asquerosa y eterna corrupción.