Eduardo Villatoro

Toda aquella persona que deliberadamente procede al margen de las normas establecidas en el orden jurídico del país, debe ser objeto de castigo proporcional al delito cometido, previo procedimiento establecido en el marco del debido proceso.

Es agradable leer o escuchar un texto de esta naturaleza (que no es una aseveración creada por mí, obviamente), sobre todo cuando se refiere a nuestro golpeado país en el que abundan miles de crímenes que han quedado impunes, sin que necesariamente sean las autoridades judiciales, policíacas o de la institución encargada de la persecución penal, las responsables de tan oprobiosa impunidad.
No estoy aludiendo a los delitos imputados a políticos o empresarios influyentes, porque por fortuna el Ministerio Público y la CICIG han propiciado la investigación, aprehensión y consignación a los órganos jurisdiccionales a altos funcionarios públicos que se consideraban intocables, como los casos del señor Pérez Molina y la señora Baldetti, así como jueces y magistrados, mientras que la PNC ha desmantelado nutridas bandas de extorsionistas que proceden con suma crueldad contra las clases sociales menos protegidas, dejando en la orfandad a indeterminado número de niños y en el abandono a sus viudas.

Se ha afirmado, con propiedad, que los jerarcas del Organismo Ejecutivo que se embolsaron millonadas de quetzales y dólares, similar a los diputados que han convertido el Congreso en sus feudos en los que mueven el despilfarro y el descaro juego de la corrupción más escandalosa, son los principales causantes de que sea imposible erradicar la nutrición infantil, carencia de insumos y hasta medicamentos básicos en los hospitales nacionales, provocando la muerte de nuestros compatriotas más infelices; porque esa clase de ¿personas? dejaron en el más recóndito olvido las enseñanzas que probablemente recibieron de sus padres, y si en alguna remota distancia en el tiempo tuvieron conciencia de las apremiantes necesidades de los pobres, también lavaron con sus ambiciones y codicias todo sentimiento de compasión, piedad y otros valores que son comunes en cualquier ser humano que no traza como meta en su vida el enriquecimiento a toda costa.

Para desgracia de Guatemala e infortunio de las víctimas, empero, también proliferan en virtual anonimato otra clase de individuos semejantes físicamente al resto de la población con apariencia de hombres normales, esposos responsables, abuelos cariñosos, padres afectivos, tíos dadivosos o padrastros desprendidos, pero que, como lo ejemplifica el reportaje de Prensa Libre que dio motivo a estos apuntes cargados de ira involuntaria “La historia personal detrás de la puerta de su casa revela sucesivos abusos contra niñas (y niños)”, que quizá no causará en el lector encallecido más que un ceño fruncido, una maldición reprimida o simplemente encogimiento de hombros.

Son hombres envilecidos, hasta sin notorias adicciones al licor o las drogas, empero, que valiéndose de fuerza y poder en el seno familiar, abusan, violan y llegan a cortarle la vida a niñas y adolescentes que indistintamente podrían ser sus hijas, nietas, hermanas y otras pequeñas mujercitas que tienen algún vínculo cercano de familiaridad con sus verdugos, esas bestias con apariencia humana que satisfacen sus más bajas pasiones sexuales en los indefensos cuerpos cuyas existencias han sido violentamente empujadas hacia destinos inciertos, pero posiblemente marcados en el camino de la soledad, el infortunio, el resentimiento, la prostitución y al crimen hasta el ocaso de sus vidas.

Estos sujetos son la hez de la humanidad y cuando son encarcelados por sus delitos, otros criminales ya encerrados se encargan de la venganza, porque ni siquiera el resto de delincuentes encuentran justificación alguna para esos canallas que son la escoria del crimen y la maldad.

(Romualdo Tishudo, orador callejero, cita a Aristóteles: -Educar la mente sin educar el corazón, no es educación en absoluto).

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