El Papa Francisco, colocado en el escenario mundial más destacado, ha dado contundentes muestras de su sabiduría, sentido común y enorme humildad. Ayer oró en medio de religiosos de distintas denominaciones y lo hizo como uno más de ellos, sin que para nada le afectara el hecho de que él era el único jerarca mundial de alguno de los credos allí representados. En verdadero gesto de ecumenismo dio ejemplo al mundo entero sobre el sentido del respeto a las creencias ajenas y a la libertad de cultos, pero además sus palabras para referirse a los actos de barbarie cometidos en el marco del fanatismo religioso, fueron una profunda lección, complementada con sus palabras para consuelo de los deudos de las víctimas del 11 de Septiembre del 2001.

Estados Unidos es, por efecto de su importancia como potencia y por su poderío económico, además de la diversidad de medios de comunicación existentes, un verdadero escaparate para mostrar al mundo las ideas del Pontífice más allá del entorno de la feligresía católica. Y es indiscutible que se trata de un hombre que sabe exponer con firmeza sus puntos de vista, pero con la suavidad que impone el respeto a las ideas de sus semejantes. Difícil esa mezcla de absoluta convicción en sus ideas y al mismo tiempo tanta aceptación para las ideas y comportamientos ajenos.

En el simple tema del derecho a la vida, defendido como debe ser, se enfrenta a las dos posturas ideológicamente confrontadas en Estados Unidos, donde la derecha defiende la vida del no nato y se aferra al castigo de la pena de muerte, mientras que la izquierda pregona el derecho a la mujer a decidir y objeta la pena capital. Pues a ambos el Papa les da una lección al decir que el respeto a la vida es absoluto y no se puede matizar. Ni la izquierda tiene derecho a permitir que la vida del no nato sea una escogencia, ni la derecha tiene derecho a insistir en que a los criminales hay que quitarles la vida. Así de contundente es su postura y por ello siempre tendrá detractores en uno y otro bando.

Los católicos tenemos la suerte de tener como Sumo Pontífice a un hombre sabio, devoto y, sobre todo, investido de una humildad que alecciona. Y no son poses, sino simplemente es seguir viviendo conforme a sus costumbres que lo diferenciaron tanto de otros prelados y que ahora, como el Obispo de Roma, proyecta al mundo entero en un ejemplo que entusiasma y desafía.

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