María José Cabrera Cifuentes
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En mis últimos artículos, he dado algunos ejemplos de cómo se comporta la gran mayoría de guatemaltecos, instando con ironía a los pocos que tienen una forma de proceder distinta a tomar esas actitudes para aprender a sobrevivir en un país de salvajes, quizá el apelativo sea demasiado fuerte pero es, a la larga, en lo que nos hemos convertido los guatemaltecos. Evidentemente, y por si usted no lo entendió así, me he valido del sarcasmo para intentar pintar como regulares situaciones que no lo son pero que día con día las hemos normalizado y se han convertido en parte de nuestra cotidianidad.
Podría parecer lo más sencillo del mundo pero en un país como el nuestro las infracciones a la Ley de Tránsito, el acoso callejero, copiar en los exámenes, tener hijos que no se cuidan, entre otras cosas que mencioné, es el día a día de millones de guatemaltecos que sin problema alguno emprenden estas y otras conductas delictivas, no hay que minimizarlas por ser de un rango menor a otras, sin importar lo que muchos de ellos proclaman y la inconformidad que manifiestan por las situaciones acontecidas en el país.
No es raro que los conductores de carros identificados con autoadhesivos religiosos sean los que tengan menos problema con pasarse un semáforo en rojo o rebasar el límite de velocidad. De igual forma, aquellos que durante las protestas en contra de la corrupción adornaron sus vehículos con banderas y alusiones a movimientos como #justiciaya o #renunciaya, o al menos muchos de ellos, eran quienes contribuían al caos vial, tiraban basura en la calle, pintaban los bienes públicos como la Plaza de la Constitución, entre otras cosas.
No es sencillo admitir que las actitudes intrínsecas en nosotros mismos son la verdadera raíz del problema. Con eso nada tiene que ver la clase social, la ideología, el nivel académico etc. El avalar y ser parte de esas conductas conduce a nuestro país a repetir irremediablemente el ciclo de la corrupción y del subdesarrollo.
Mi intención es llamar a la reflexión de cada uno de los que reciben ese mensaje para poder dejar de solo criticar la corrupción imperante en el país, al darnos cuenta de que esta reside precisamente en cada uno de nosotros quienes le damos vida a la vez que la enseñamos de generación en generación. No existe autoridad moral para criticar a un funcionario público que no cumple con la labor que le fue encomendada si nosotros mismos no cumplimos con nuestro trabajo. Es imposible tachar de ladrón o de criminal a un servidor público si no estamos dispuestos a vivir conforme a la ley, en lo pequeño y en lo grande.
El mal que aqueja a este país se llama mediocridad, y es precisamente este el que nos empuja más profundo dentro del hoy que por generaciones hemos cavado. Para erradicar la corrupción a largo plazo, no es necesario manifestar y señalar con nuestros dedos a otros para lavar un poco la culpa del letargo, la indiferencia y la poca civilidad con que hemos vivido. El único antídoto para este mal está en vivir y enseñar la excelencia que quizá no es el camino más fácil pero si el único que al recorrer podrá hacernos sentir orgullosos por nosotros mismos, nuestra descendencia y por contribuir a construir el país que soñamos.