Claudia Navas Dangel
cnavasdangel@gmail.com

El tiempo pasa y no, no voy a repetir la canción de Mercedes Sosa. Quizá los años se me noten algo, pero mi corazón medio chueco desde siempre, por genética y otras razones, lejos de sentirse cansado, se va llenando más.

Son cinco años ya, casi seis en realidad, desde que una prueba de sangre me hizo creer que los sueños se cumplen y que mi metamorfosis fue el amor que desde ese instante acompañó mi vientre de lecturas, música, caricias y sueños.

Jamás voy a olvidar la primera vez que un movimiento en mi abdomen, uno suave, suavecito, amoroso, me hizo llorar de felicidad, y si, quizá fue ahí que entendí el significado de esa palabra.

Así una mañana de septiembre,  justo a las 7:30, vi sus ojos, grandes y fijos.

Adaptarnos no fue difícil. Todas las canciones que en mi vida escuché, sonaban a través de mí, como rockola móvil desafinada, pero a ella le agradaba. Era sentir su mano sostener mi pecho mientras la alimentaba, tener esa emoción indescriptible de estar unidas de esa forma, poder sostenerla entre mis brazos, pequeñita, suave, hermosa y la vida me sonreía más.

Emprendimos juntas un largo camino que nos llevó de un lado a otro hasta echar el ancla en el viejo continente. Juntas, sonriendo con la cucharada voladora teledirigida a su boca; juntas en el parque cubierto de hojas secas y luego de nieve. Siempre juntas.

Los pakus volando a veces por la casa, que ahora se llaman moscas, el eche como el de Linus de Charly Brown, abrazado para acompañarla en su siesta y Mono, mi querido Mono, siempre a nuestro lado.

Sus “ejas” sobre sus ojos, esos ojos divinos que me regresan a la vida cuando siento que me caigo.

Palacios y museos, mercadillos y fiestas multiculturales. La primavera rebozando en jardines interminables, lagos de sobremesa y de pronto el aire como camino hacia un continente más.

Era mi amol, corriendo por el parque en busca de un erizo diminuto, era mi amol, besando a una labrador y jalándole la cola a un gato que ofrendaba pájaros por las mañanas.

Era ella, la bebé enamora de Fuh, y luego de Martín, la niña que luego cantaba junto a su Oma, versos que ya nadie recuerda y que ella ha revivido.

La niña a la que pizcaban en el colegio; la niña que vestía  leopardo para la clase de  ballet y que exigía cuentos  y música de Lennon para dormir feliz.

Es ella, ahora la “artista, la instaladora, la cuenta cuentos, la violinista y cantante, la pintora”.

Es ella, la que me corrige mi pésimo alemán y mi deteriorado español,  el cual por cierto reinventa constantemente.

Mis ojos enormes, mi persona favorita, mi pequeña niña grande.

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