Raúl Molina

Muchísimas personas nos sumamos al Movimiento por la Dignidad no solamente para echar a Pérez y Baldetti del gobierno y arrancar de raíz a más de cien funcionarios corruptos –y de paso ayudar al CACIF a cumplir su sueño dorado de sacar a Baldizón de la escena política– sino que, fundamentalmente, para lograr la reforma o refundación del Estado, después de 6 décadas de intervención estadounidense. Aunque la clase media se resista a creerlo –y nos acusa de trasnochados “comunistas”—seguimos siendo una “neocolonia” de Estados Unidos y, por lo tanto, amarrados por el “neoliberalismo” y condicionados por los intereses geopolíticos y económicos de ese país. Hasta hace poco, esta percepción estaba limitada a la “izquierda” y a los pocos intelectuales que han tomado en serio la Historia. El movimiento iniciado el 27 de abril permitió, sin embargo, que se abriera la ventana para observar lo que somos, un desastre cada día más cerca del Estado Fallido, e imaginar lo que podríamos ser: un país digno, soberano e independiente. Desde luego, esas metas demandan mucho más que reunirse en la Plaza de la Constitución cada sábado, incluida una buena dosis de sacrificios y lucha unitaria permanente.

Fue claro que hubo la intencionalidad de evitar la “organización y dirección” del movimiento, para mantener la espontaneidad de los jóvenes. Las y los ciudadanos respetamos esa regla, en aras de caminar hacia un nuevo Estado y, sobre la marcha, nos fuimos definiendo y autoeducando. No queríamos elecciones bajo las condiciones que regían y tuvimos razón, al vernos ahora obligados a seleccionar el 25 de octubre entre “dos males” para la presidencia y a tolerar un Congreso secuestrado por intereses mezquinos e ilegítimos. La mayoría de nosotros nos inclinábamos por un gobierno provisional con “dirigentes probos y capaces”, en vez de continuar con el Partido Patriota con distinto antifaz (hoy Maldonado y luego Morales). Y, en lugar de Congreso, ente incapaz, planteábamos la Asamblea Nacional Constituyente de los Cuatro Pueblos para elaborar una Constitución nueva y reformar toda nuestra legislación electoral. Mantengamos esos dos objetivos esenciales, aunque tardemos dos años en lograrlos.
Para lograr esos objetivos es indispensable pasar del desorden a la organización. No por la vía partidaria, si bien no estaremos cerrados a los militantes de partidos políticos que sean consecuentes, sino por la vía del movimiento social y político. Es tiempo de que la unidad del movimiento social y los actores políticos se dé sobre una base horizontal, sin hegemonismos ni protagonismos. Para sentar las bases de este nuevo tipo de unidad, se convoca ya a una reunión el 3 de octubre, amplia e incluyente, que nos permita definir qué lucha inmediata haremos y cuáles serán nuestras exigencias, desde las calles, plazas y campos, dentro y fuera de Guatemala, para que nuestro país sea profundamente transformado en los próximos dos años. El tiempo apremia; la deuda social, ya enorme hace 30 años, después de años de neoliberalismo es hoy una bomba de tiempo en conteo regresivo final. Urge la Nueva Guatemala, con paz firme y duradera y desarrollo.

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