Las investigaciones realizadas por la Comisión Internacional Contra la Impunidad y el Ministerio Público en los casos de la defraudación aduanera, el bufete de la impunidad y el contrato suscrito con el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social con el grupo Pisa para practicar hemodiálisis a enfermos renales, sirvieron para abrir los ojos a muchos guatemaltecos sobre las dimensiones de la corrupción, pero pareciera como si la población asume que con ello se le puso la tapa al pomo y que empezó un proceso de depuración que nos permite declararnos vencedores en la guerra contra los que se enriquecen de manera ilícita.

Ciertamente la movilización espontánea de la población produjo como efectos notables e indudables la renuncia y el encausamiento penal de la vicepresidenta Roxana Baldetti y del presidente Otto Pérez Molina, lo cual se asume como un triunfo compartido entre los entes investigadores y la actitud de un segmento de la ciudadanía que se manifestó en forma pacífica a lo largo de muchas semanas para reclamar precisamente la renuncia de ambos funcionarios para despojarlos de su inmunidad.

Sin embargo, la corrupción sigue extendida por toda la sociedad y por toda la administración pública sin que podamos hablar de su erradicación como resultado de la actitud ciudadana. Es más, revisando el mapa electoral del país, podemos ver que la estructura primaria de la corrupción, asentada en los gobiernos locales, salió fortalecida tras las elecciones porque los caciques que han mangoneado a los municipios por décadas siguen firmes en sus puestos o, como en el caso de Chinautla, apenas se produjeron relevos para cambiar la cara, pero no las mañas.

Cerrar los ojos a la existencia de corrupción en el ejercicio de los poderes locales equivale a la indiferencia que tuvimos los guatemaltecos colectivamente frente al crecimiento de la corrupción hasta que se destapó el caso La Línea. La opacidad en el manejo de los recursos, sea por la vía de los fideicomisos o de otras prácticas menos sofisticadas, es la norma general en la administración de los municipios y los ciudadanos, en ejercicio del sufragio, ni siquiera pensaron en usar su voto como arma de castigo y de corrección. Salvo el caso de Mixco, donde el nombre del Alcalde terminó pasándole la factura pero aún así obtuvo el voto de casi 30 mil vecinos, el resto de casos confirma que la población no mide a todos con el mismo rasero en temas de corrupción y mucho menos cuando quienes la practican son chancles devenidos en caciques.

Hay mucho espejismo sobre el triunfo ciudadano contra la corrupción y eso nos puede hacer enorme daño.

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