Mario Álvarez Castillo

La tardanza por obtener la seguridad de un escrutinio definitivo, ha sido propicia para la especulación, la ansiedad y el desengaño de población y participantes en la contienda electoral. Obnubilados por el deseo de sentirse afortunados por una elección que consideramos correcta, hemos dejado atrás la importancia del ejercicio ciudadano, de nuevo bajo las mismas reglas que no atinamos a modificar, porque es imposible con las personas en las que prevalecerán sentimientos orientados al beneficio personal.

Modificar la Ley Electoral y de Partidos Políticos por quienes procurarán no perjudicarse, será continuar con la farsa enraizada, porque se invocará para ello que “se viola la Constitución Política de la República de Guatemala” dicha con todas sus palabras, como si hubiese otra concebida en otras latitudes para regirnos. Asimismo se dirá que será necesario reformar la Ley matriz y preciso convocar a una Asamblea Nacional Constituyente, donde también espera el mismo precipicio del resguardo de los intereses de quienes nunca producirán el bienestar de los demás.

Y como ya no es permitida la sublevación que ha conformado los paréntesis permisivos de los necesarios cambios sin el manoseo de los políticos, ¿Por qué no probar otro método incruento como el que nos proporciona el artículo 211 de la Constitución de 1945?, la que surgió después del derrocamiento de lo que se dio en llamar “regímenes dictatoriales” y que permitió incorporar las corrientes beneficiosas para la población y por ello la más genuina, no surgida de proclamas como la de ignorar el principio fundamental de separación de iglesia y Estado, pregermen de la vigente.

Por supuesto que ello implicaría el enorme sacrificio de acomodar esa Ley Fundamental al momento que se vive y la dificultad de hallar dentro de la escasa sabiduría y honradez que todavía existe, ocho o diez personas que se atrevan asumir esa monumental tarea que tendría la ventaja de disolver un Congreso de la República indeseable; omitir los ministerios creados para el latrocinio con la oferta de seductores beneficios aunque indeseables por impuros y farsantes; incorporar los incumplidos Acuerdos de Paz; la reducción del número de diputados; y lo más importante, estimular el crecimiento de una niñez saludable, respetuosa y educada.

Que deberá gobernarse mediante decretos con valor de ley y que ello permitiría la entronización de un nuevo modelo. Cierto. El peligro siempre existirá, pero continuaríamos dentro de un régimen constitucional, legislando para beneficio del país no de los depredadores de siempre. A ese temor, se agregará el de la creencia de que los Decretos con valor de Ley solamente han existido en los regímenes de hecho, lo que no es verdad porque se ejercieron después de la Primera Guerra Mundial en 1920 en Checoslovaquia, en Austria en 1929 y en España en 1931. Y a pesar de que en Guatemala, causa repulsa lo producido en cuanto a legislación en los regímenes de hecho, veamos nuestro Código Civil y nuestro Código Procesal Civil y Mercantil, todavía vigentes, elaborados el primero por el Maestro don Federico Ojeda Salazar y el segundo por los maestros don Mario Aguirre Godoy, don Carlos Enrique Peralta Méndez y don José Morales Dardón, promulgados el 14 de septiembre de 1963; el primero modificado levemente por las diputadas ahora en el tinglado de la impureza para destruir la paternidad del menor nacido después del divorcio de la progenitora. Son cincuenta y dos años de vigencia que desmienten la ilegitimidad del origen y que a su vez, hacen la diferencia entre los actores, auténticos profesionales únicamente interesados en legislar con la prudencia indispensable, la que evita la violencia y que no tienen los representantes del pueblo, como demostración evidente de los riesgos de los regímenes democráticos, porque es obligado respetar lo concebido por esa representación, aunque riña con la axiología y así sea de lo más oprobioso, como aceptar el aborto y el matrimonio <?> dentro del mismo sexo, por llegar pronto a nuestra incultura.

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