A pesar de la certeza de que vivimos bajo un sistema político diseñado maliciosamente para alentar la corrupción y fomentar la impunidad, los guatemaltecos estamos maniatados porque quienes organizaron ese modelo perverso lo hicieron de tal manera que la “legalidad” les asegura sus privilegios e impide cualquier acción ciudadana para ponerle fin al saqueo constante de la cosa pública. Dos instituciones se convierten en garantes del sistema y lo defienden a capa y espada, siendo estas el Congreso como expresión de la “representación” política del país y la Corte de Constitucionalidad integrada mayoritariamente con magistrados que rechacen cualquier tipo de acción que sacuda la estructura.
Vista desde afuera la situación de Guatemala, los países amigos no entienden la dimensión de la crisis porque para ellos el valor fundamental es el de la defensa del sistema democrático y el orden constitucional. Es una cuestión de principio que todos los Estados tienen que defender porque, literalmente, en ello se les va la vida. Para culturas que basan su vida en el ordenado respeto a las instituciones legales, todo tiene que hacerse dentro del marco de una legislación que es, ante todo, garantía para preservar la democracia. No es fácil entender que hay países donde se manipuló de tal forma el “orden legal” que únicamente sirve como camisa de fuerza para evitar cualquier cambio, para impedir reformas aunque éstas sean para promover la verdadera democracia.
Los antecedentes de nuestros países tampoco ayudan porque subsisten los fantasmas de las dictaduras surgidas de rupturas al orden constitucional y nadie quiere abrir la puerta para que se vuelva a esos tiempos.
Todo ello consolida al sistema de corrupción e impunidad en Guatemala que fue mañosamente montado para que la clase política se pueda dedicar sin miserias al saqueo de los fondos públicos con la complicidad de importantes socios en el mundo de lo privado con quienes, desde tiempos de campaña política, se ponen de acuerdo para repartirse el jugoso pastel del erario.
Hace pocos días hablamos del laberinto en que está la sociedad guatemalteca y los muros del laberinto son esa capacidad de autodefensa del sistema y la comprensible incapacidad de actores externos para entender que aquí no existe un auténtico régimen de legalidad que, por definición, tiene que estar al servicio del ciudadano y del bien común. No se puede defender lo inexistente y aquí no existe un orden constitucional a favor del pueblo sino un esquema rígido, intocable y bien amurallado para consolidar un modelo político absolutamente corrompido por sus principales actores.