Adolfo Mazariegos

Hace algunos meses un amigo me invitó a que escribiera un microcuento, cosa que, honestamente, no había hecho hasta entonces. Parece fácil, pero ciertamente tiene sus complicaciones. Hoy, con el ánimo de cambiar brevemente la temática de las noticias que solemos leer en Guatemala últimamente (sin que eso implique olvidarlas o dejarlas de lado), comparto aquí cuatro microcuentos de un pequeño libro inédito al que quisiera titular «Cien Palabras» (pueden contar las palabras, los cuatro tienen exactamente cien).

Al salir del bar
No vi de dónde salió, pero vi que venía directo hacia mí. En la mano traía algo que no pude distinguir en la oscuridad, supuse que era un arma. “Un asalto” pensé nervioso, y me preparé para lo peor. Repasé mentalmente las pocas cosas de valor que llevaba conmigo: reloj, teléfono móvil, billetera. ¿Billetera? Un escalofrío recorrió mi espalda. Él me alcanzó. Me di la vuelta para enfrentarlo y pude ver, aunque no había mucha luz, que me sonreía. «Disculpe ―dijo―, no quise gritarle para no llamar la atención. Ha dejado su billetera en el bar, sólo vine a devolvérsela».

¿De qué estábamos hablando?
Nunca le dije aquello que quería decirle. Y ella nunca se atrevió a hablarme de aquello que quería decirme. Nunca nos dijimos nada de aquello que queríamos decirnos. Nada de nada. Hoy, muy lejos ya de esos años, por fin se lo he dicho. Me miró, se sonrió, y sus ojos se llenaron de lágrimas, y recuerdos, y momentos, y dolores lejanos: “yo también quise decirle eso mismo hace mucho”, dijo, y me abrazó, ¡con tanta intensidad que hasta olvidé mis ochenta años vividos! ¿O son más? Observé su sonrisa de niña hermosa. «Perdón, ¿de qué estábamos hablando? ―Le pregunté».

Desayuno ligero
Llegué al restaurante como de costumbre. Pedí un desayuno ligero y café. En la mesa contigua, una mujer mayor me sonrió amablemente y me deseó buen provecho. «Buen provecho, hijo», dijo en voz alta, casi gritando, retomando el atracón de wafles y fruta que se estaba dando. «Voy al baño, enseguida regreso» dijo al rato. Le sonreí sin prestarle atención, y la vi desaparecer rumbo al servicio de damas. Supe de ella nuevamente cuando pedí la cuenta y la mesera me preguntaba: «¿Le incluyo en la misma cuenta el consumo de su madre? Al marcharse, ella indicó que usted pagaría».

Esa mañana
El anciano se acercó hasta el borde de la cama y vio los ojos extrañamente abiertos de su esposa. Comprendió lo que había sucedido. Saberlo hacía que se arrepintiera de lo que había hecho esa mañana y le provocaba inevitables deseos de vomitar. Se sentó a su lado, tomó delicadamente su blanca mano y besó sus dedos largos, delgados, uno a uno. Luego, tembloroso y arrepentido, susurró en su oído de manera casi imperceptible: «ojalá puedas perdonarme… Querida… Te juro que no sabía lo que hacía: pero, me he comido tu desayuno». Ella sonrió, y se volvió a quedar dormida.

 

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