Eduardo Villatoro

La libertad de expresión del pensamiento y el derecho a informar y ser informado son dos de los fundamentos básicos de una sociedad democrática, y por su importancia es determinante defender esos principios, ante todo intento de restricción o coacción por cualquier modalidad.

Pero también es imprescindible resguardar su posible degradación, provocada por su eventual inobservancia o adulteración por parte de los propios medios de comunicación o de quienes trabajan en ellos, como lo advierte la autora española Mar de Fontcuberta, porque son los periodistas, precisamente, los primeros en adquirir el compromiso de salvaguardar esos principios, y de ahí que deberían regirse por un código deontológico que supone la adopción de normas legales profesionales que superan el contenido de normas coercitivas, como observar claramente una clara difusión y división entre los hechos y las opiniones e interpretaciones, evitando toda confusión o distorsión deliberada de ambas conductas, de suerte que deben utilizar métodos dignos para obtener información e imágenes, sin recurrir a medios ilícitos ni aceptar nunca retribuciones o gratificaciones de terceros para promover, orientar, influir en la cobertura de personas y hechos devenidos en noticia.

No se ha de alterar, pues, el ejercicio de la actividad periodística con otras actividades profesionales incompatibles con la deontología de la información, inexistente en Guatemala, como la publicidad, las relaciones públicas y las asesorías de imagen.

Traigo a cuento lo anterior a propósito del surgimiento de medios informativos impresos, televisivos y radiales en plena campaña electoral (además de los canales de TV abierta), período durante el cual se hace más ostensible la visible mezcla de noticias con motivaciones políticas, de manera que editores, presentadores, columnistas o propietarios de cualquiera de esas sociedades o compañías calificadas en categorías eminentemente periodísticas han derivado en empresas infocomerciales.

Naturalmente que en una sociedad capitalista de consumo como la que priva en Guatemala, tales empresas tienen derecho de inclinarse abiertamente por un candidato a cargo de elección popular o determinada organización política, sobre todo tomando en consideración la ralea inmoral e ilegítima que priva en el emponzoñado universo político del país, siempre y cuando no pretenda engañar a sus lectores, televidentes y radioescuchas al intentar ofrecer una imagen ajena a preferencias por opciones partidistas o cargos sujetos al maltrecho escrutinio electoral, porque los guatemaltecos –al menos los habitantes de centros urbanos y sus áreas de influencia- han tomado conciencia de su responsabilidad como sujetos activos de la información y al despertar de su letargo están en capacidad de discernir entre la realidad y la ficción elevada a los escenarios mediáticos.

Como fuere, directores, jefes de redacción o información, e incluso redactores y reporteros no deben introducir sus particulares concepciones ideológicas (para no decir sus ambiciones meramente mercantiles), en la elaboración y divulgación de informaciones en el ámbito político-electoral, porque esa es labor eminentemente subjetiva que correspondería a periodistas de opinión o columnistas y presentadores de programas televisivos que, a la vez, desempeñan otras funciones ajenas al periodismo, siempre y cuando, lo reitero con énfasis, lo proclamen con franqueza, sin subterfugios, porque en su calidad de ciudadanos ostentan el derecho de manifestar sus simpatías, odios y rencores, como ocurre con personajes que esconden tras un micrófono, una cámara o una columna de opinión sus reales objetivos estrictamente personales.

(El camarógrafo Romualdo Tishudo añade que es notoria esa conducta disfrazada en medios impresos, pero especialmente en programas de radio y televisión, por más que los aludidos despotrican en contra de la corrupción, en la que también ellos están sumergidos hasta el pescuezo).

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