Eduardo Villatoro

He recibido un reflexivo mensaje de mi amigo Antonio Móbil Beltetón, poeta, historiador, editor, revolucionario, intitulado “¿Qué hacer?”. Escueta pregunta que ocupa a muchos compatriotas sobre el futuro inmediato de la patria y el porvenir de las generaciones que vienen en camino, incluyendo a los jóvenes que no permanecen indiferentes ante la insolente conducta de la clase política, especialmente al señor Pérez y sus secuaces enquistados en esa cueva de malhechores del recinto parlamentario.

No agrego nada a la exposición de Tonito. Lo que usted leerá enseguida son palabras sembradas por Móbil Beltetón, aunque comparto sus argumentos.

La crisis política actual, inédita de Guatemala, se ha convertido en un laberinto de caminos cruzados. Como es natural, cada sector mantiene su opinión y sus divergencias severas según los intereses que representa, a causa de que no se ha concertado un pacto determinante que converja en un punto hipotético denominado bien común.

Es un hecho que la crisis actual se inició hace 60 años, cuando fue derrocado abruptamente el gobierno constitucional de Jacobo Árbenz, quien transitaba una vía de desarrollo capitalista tendiente a lograr el desarrollo económico y social incluyente de todas las capas de la población.

El cambio político y económico en la situación del país después del colapso de los diez años de gobiernos democráticos, produjo diferencias de ejercer la gobernabilidad: la pérdida de la soberanía nacional, el uso de la violencia extrema para acallar la protesta social y el giro que sufrió la educación nacional desde la época de la reforma de 1871, basada en la ilustración liberal, hacia un patrón que suprimió el espíritu nacionalista para convertirlo en semillero del neoliberalismo.

Dos generaciones han sido modeladas por el patrón señalado y diversas circunstancias han profundizado la brecha que divide la sociedad guatemalteca. El estamento militar y la inflexibilidad de las cámaras empresariales han constituido el escollo más visible durante esos 60 años en la conducción del país bajo condiciones ajenas a la democracia.

El abuso desmedido contra quienes disienten de este sistema ha provocado un significativo aumento de casos señalados como crímenes de lesa humanidad y acrecentado las condiciones de miseria y de muerte por hambre de compatriotas que carecen de medios de subsistencia, y obligados a más de dos millones de guatemaltecos a emigrar en busca de trabajo. Estas circunstancias, unidas al libertinaje de los gobiernos en el manejo de los fondos públicos ha ahondado y expandido la corrupción en todos los estratos sociales, particularmente en los tres organismos del Estado, cuyos titulares gozan de impunidad.

Durante 60 años, quienes han ejercido el poder, electos en condiciones ajenas a las prácticas democráticas, se han convertido en delincuentes y, por ende, perdido su legitimidad. ¿Qué hacer? ¿Expulsarlos de sus cargos y castigarlos con rigor? ¿Decomisar sus bienes y reducirlos a prisión? ¿Retocar algunas leyes y otras disposiciones similares? ¿No significa esto únicamente cambiar de rostros para continuar profundizando la corrupción porque deja intacta las estructuras criminales?

¿Se podrá diseñar y reconstruir una institucionalidad sana y eficiente sobre las bases en las que se asientan actualmente los organismos del Estado? ¿Será el actual Congreso el organismo adecuado para mantener la institucionalidad democrática? ¿Constituirán las próximas elecciones la vía para lograr el cambio que requiere el país o será solamente un compadrazgo para continuar con las practicas inmorales cotidianas?

De ninguna manera (acoto yo) y digo con Tono: ¡Es indispensable diseñar un nuevo orden económico y político con ciudadanos probos que gobiernen junto con el pueblo! ¡Unidos podremos construir la patria digna que anhelamos!

(Un mexicano le dice a Romualdo Tishudo: -Nunca subestimes a un cretino. Algún día puede ser presidente del Congreso o del Estado).

Artículo anterior¡Estoy confundido! I de III
Artículo siguiente¿Pérez Molina podrá sentirse tranquilo?