Luis Fernández Molina

Los conglomerados humanos asemejan el comportamiento de los rebaños. Son masas dóciles, pasivas, dúctiles y fáciles de conducir. ¿Han visto alguna oveja que salga del conjunto y tome la iniciativa? No las hay, están llamadas a ser conducidas, guiadas. Se limitan a hacer ruido en una monótona orquesta de berridos que ni siquiera llegan a protestas.

Pero a diferencia de los rebaños los grupos humanos llegan a un límite y es entonces que muestran una conducta muy interesante, algo inesperada; una característica que se repite constantemente y que ha sido el motor de la civilización y ha ido moldeando la historia. En efecto, esas masas, aparentemente pasivas, llegan a un punto de exasperación que se rebelan y estallan. La chispa que enciende las rebeliones es el hartazgo del pueblo, el rechazo a los malos gobernantes, los problemas económicos, pero hay algo más, como dijo Víctor Hugo “imputar la revolución a los hombres es imputar la marea a las olas”. Hay una fuerza oculta que mueve los destinos de la humanidad y que una vez activo es difícil de contener. En ese primer estallido el movimiento no tiene rumbo alguno. Por el contrario se dispara como un buscapiés. Lo que quiere el pueblo es sacudirse del sistema.

Precisamente hoy, 14 de julio conmemoramos otro aniversario de la revolución más paradigmática de la Historia. Una convulsión cuyas causas profundas se venían gestando mucho tiempo antes pero que en su fase final empezó a fraguarse a principios de 1789. La monarquía tenía graves problemas económicos (guerras, derroche, mala administración); las cosechas de trigo mermaron considerablemente y se temían revueltas populares por el hambre. Mal momento para exprimir a los ciudadanos que además exigían cambios en la estructura del Estado (malos consejos de la reciente independencia estadounidense). En todo caso, el cobro o exención de impuestos, necesitaba la autorización de los Estados Generales que era una especie de asamblea –¡que no se había reunido desde 1614!– que se componía de 3 estamentos: la nobleza, el clero y el pueblo (burguesía). Los dos primeros representaban menos del 3% de la población y dominaban más del 90% de las propiedades; tenían 300 representantes cada uno y 600 el pueblo. Como no estaba actualizado su funcionamiento había que definir el método de votación. Los sectores privilegiados insistían en que cada estamento tuviera un voto, los representantes del estado llano (pueblo) querían un voto por cada representante.

La primera reunión se llevó a cabo en Versalles el 5 de mayo y, como era de prever, no hubo ninguna fórmula de entendimiento. Por lo tanto el tercer estado en una resolución trascendental para la Historia, invocó la representación popular y se arrogó la autoridad estatal pasando por la autoridad real y crearon la Asamblea Nacional el 17 de junio. ¡El ADN de la revolución! El rey clausuró los lujosos salones de Versalles; la Asamblea se reunió entonces en un modesto campo de juego de pelota y allí proclamaron el juramento de estar reunidos hasta que emitan una nueva constitución para Francia.

Los disturbios se multiplicaron especialmente en las provincias. Luis XVI convocó al ejército y se anticipaba una reacción monárquica a pesar de muchas disidencias internas. El pueblo se percató de que por medio de reuniones y negociaciones no se iban a producir los cambios. Era necesario consolidar a la Asamblea Nacional. Por eso se lanzaron a las calles de París el 12 de julio y el 14 tomaron La Bastilla, prisión y fortaleza que representaba el dominio Borbón. El poder se deslizó a favor del pueblo que no lo supo administrar y ese desorden abrió las puertas a Napoleón, diez años después.

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