Oscar Clemente Marroquín
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Hoy en día se debate sobre el sistema político y administrativo del país ante la cada día más brutal evidencia de que estamos copados por la corrupción y la impunidad pero cada día se hace más evidente que el reducto en el que se refugian los sinvergüenzas que han mamado y bebido leche gracias a esa abierta permisividad es la defensa del orden constitucional y de la institucionalidad del país.
En Guatemala vivimos en el siglo pasado dos movimientos populares que han sido ejemplo de civismo y de decencia. El primero fue el movimiento que bajo la sombrilla del unionismo derrocó a Manuel Estrada Cabrera y en el que participaron las élites del país junto a los estudiantes universitarios, los maestros y los gremios de obreros que se empezaban a organizar. Estrada Cabrera llegó al poder siendo designado a la Presidencia tras la muerte de Reyna Barrios en 1898 y una vez en el poder se aprovechó del servilismo para que los legisladores modificaran la Constitución de manera que pudiera reelegirse una y otra vez hasta acumular 22 años en el poder que ejerció de manera omnímoda pero siempre en el marco de la Constitución.
Derrocado Estrada Cabrera la nueva normativa constitucional estableció límites a la reelección, pero cuando Ubico llegó al poder se deshizo de sus más cercanos colaboradores (que creían en la alternabilidad en el poder) y dispuso de una Asamblea Legislativa que no sólo le dio inmerecidamente una pensión de 200 mil quetzales de aquella época, sino que además legisló para modificar la Constitución de manera que Ubico pudiera ir una y otra vez a la reelección, haciendo que la constitucionalidad fuera la garantía para asegurar la permanencia de un sistema viciado desde su propia raíz.
Don Lorenzo Montúfar, cuando Barrios convocó a la Asamblea Nacional Constituyente pronunció aquella célebre frase de que la Constitución a emitir sería una jaula de hilos de seda para contener a un león africano, es decir, un instrumento al servicio del tirano y no del pueblo.
La constitucionalidad tiene sentido cuando se respetan absolutamente las normas para garantizar que el Estado cumpla sus fines esenciales. ¿Pasa eso ahora en Guatemala, país donde ni siquiera se puede garantizar la seguridad de los habitantes porque el dinero público sirve sólo para la corrupción? Esa constitucionalidad no tiene el menor sentido cuando es el parapeto de los largos y sinvergüenzas que saben que de ella depende su oportunidad de seguir robando a diestra y siniestra.
Yo he sido siempre un demócrata convencido y respetuoso de la ley y la Constitución. Pero me enervo cuando veo que para todo lo que es el cumplimiento de los fines esenciales del Estado, la Constitución es un trapo shuco que se pasan por el arco del triunfo gracias a una Corte de Constitucionalidad paradigma de la corrupción que caracteriza al sistema. Pero para apuntalar la corrupción, para que la impunidad funcione bajo el pretexto de la independencia judicial, allí está la Carta Magna para ser invocada.
¡Puras pajas! Nuestra Constitución fue prostituida por una práctica perversa que le permitió crear un sistema podrido en el que el Estado está únicamente al servicio de los corruptos y corruptores.