Jorge Mario Andrino Grotewold
Dos fueron las noticias más comentadas en el país la semana pasada. La terrible historia narrada por maestros y compañeros, sobre el dilema de un niño de apenas 12 años que vivía un abuso constante de parte de las maras que gobiernan en su barrio, en su zona, en su ciudad, y que tuvo un desenlace feliz porque el menor sobrevivió al abuso de estos grupos y soportó la presión para no asesinar a un piloto del transporte urbano, seguramente por no pagar los dueños la extorsión conocida. Y la otra, la conocida resolución del más alto tribunal constitucional (no moral) del país, en la cual suspende el trámite de antejuicio en contra del Presidente de la República, por la supuesta defensa de la institucionalidad.
Para muchos, la primera historia es conmovedora porque pone de manifiesto la realidad de muchos niños(as) en la ciudad y en algunos municipios del país, amedrentados y reclutados por las maras desde muy jóvenes, y que constituyen la generación olvidada de los gobernantes. Esos niños que van de los 8 a los 12 años, y que a falta de una familia que les brinde condiciones de felicidad, y ante la ausencia del Estado que les pueda permitir estudiar, gozar de salud y de oportunidades de desarrollo, prefieren la comodidad del “hermano grande” de las maras, que le provee de vicio, seguridad y camaradería. El círculo de tranquilidad y confianza que se conoce que los mareros les dan a los niños(as) reclutados, es a cambio de realizar acciones de criminalidad dirigidas principalmente para agenciarse de fondos, como el sicariato. Esta circunstancia es la que denota una gran valentía del niño que prefirió que lo tiraran al barranco, a ser un asesino, y que le permitiría estar protegido por sus “hermanos” mareros. Sabía que perdería la vida, pero prefirió que fuera la suya, a que él cometiera ese acto de salvajismo. Un héroe, sin lugar a dudas.
El Estado, en su precariedad, ha olvidado a niños como el de este caso y ha preferido atacar a estructuras ya consolidadas que promueven la inseguridad, pero ni éste esfuerzo es efectivo, ni las causas que originan a los futuros esquemas de inseguridad se previenen, dejando a su suerte a padres, madres y niños(as) en lugares en donde deben abandonar sus casas o bien vivir bajo el asedio y pánico de los delincuentes mareros que les rodean. Triste realidad urbana y rural, que seguramente continuará en los próximos 20 años.
Pero esos actos de valentía que le permiten a un piloto del transporte urbano estar vivo hoy, al no haber sido atacado, bien podría ser ideal de imitar por los magistrados de la Corte de Constitucionalidad que prefieren decir que persiguen respetar una “institucionalidad” a resolver conforme a derecho y rechazar cuanta acción se encamine a llevar a la justicia a corruptos y ladrones. Pero el sistema es perverso desde el origen, pues la forma de elección de estos magistrados no es precisamente el que defienda una democracia representativa, sino más parece que es para salvaguardar un “status quo” y proteger a quienes los llevaron a ejercer cargos tan importantes.
La sola idea de evitar una investigación al Presidente, indicando que hubo “errores de forma” y que es mejor resolver así en aras de la “institucionalidad del país” no hace más que incrementar el rechazo a la clase política del país, que se extiende con más fuerza ahora a jueces y magistrados. No tiene sentido detener un juicio político al Presidente, cuando se conocen de todas las anomalías de su gobierno, y se pretenda defender una institucionalidad que sufre por las propias medidas de los gobernantes, incluyendo ahora a jueces. La población preferiría que renunciara o que enfrentare las pruebas en su contra, en lugar de tener escuderos que con falacias, le esquivan los dardos de la justicia.
Guatemala está cansada de estos trinquetes y corruptelas entre gobernantes y jueces, y si se exige el cambio de un sistema formal, esto incluye a quienes han sido parte de él, ya sea porque han sido corruptos, o bien porque se prestan al juego político y les falta valentía para respaldar al pueblo, una valentía como la del niño de 12 años que a todos nos da lección de vida.