Adolfo Mazariegos

Hace algún tiempo, por esos azares del destino cuyas razones no siempre entendemos (y que demás está tratar de entender), tuve la suerte de conocer a un joven médico que, desinteresadamente, y sin cobrar un solo centavo, estuvo dispuesto desde el principio a apoyar algunos proyectos de salud en los cuales yo me encontraba trabajando ad honorem. El trato entre él y yo fue más o menos constante, y la amistad poco a poco fue creciendo, y puedo decir, atreviéndome a ello, que llegamos a ser muy buenos amigos en poco tiempo. Siempre mantuvimos comunicación de manera más o menos frecuente. En todo momento él siempre estuvo dispuesto a apoyar y a donar sus horas de trabajo y conocimientos en favor de aquellos que lo necesitaban. Nunca dijo: No, cuando solicité su apoyo en alguna jornada. Desde que lo conocí, su actitud me pareció brillante, sobresaliente (siempre sonriente y con una chispa de alegría en los ojos), y su capacidad profesional, no digamos. Sin embargo, ayer, muy temprano en la mañana, varios de nuestros amigos en común me hicieron llegar, por distintos medios, una noticia de esas que nadie quiere recibir; una de esas noticias que nadie quiere tampoco transmitir: ese joven médico que había llegado a ser mi amigo, había sufrido, horas antes, un fatal accidente de tránsito. No llegué a manifestarle mi gratitud ni mi admiración, «no hubo tiempo», pero desde el fondo de mi corazón, hoy me permito escribir estas sencillas líneas como reconocimiento y como muestra de mi profundo respeto y agradecimiento. A Guatemala le hará falta a partir de hoy un hombre de bien, un formidable profesional, un buen esposo, un gran hijo, un hermano, y para mí un estupendo amigo. Dicen que cuando se quiere decir mucho de las buenas virtudes de una persona, las palabras son escasas, se hacen pocas y escurridizas porque no hay palabras en el diccionario que puedan expresar más de lo que ya es evidente. Por eso, y también en el marco de esos azares del destino cuyas razones no siempre entendemos, sirvan estas pocas líneas como una sencilla forma de decirte, con el cariño y la consternación que nos embarga a quienes te conocimos, ¡hasta pronto… Amigo! Tenés y ocupás un lugar especial bien ganado. «¡Y pues tras la tormenta vienes de peregrino / real, a la morada que entristeció el destino, / la morada que viste luto su puerta abra / al púrpureo y ardiente vibrar de tu palabra: / y que sonría, oh rey Óscar, por un instante; / y tiemble en la flor áurea el más puro brillante / para quien sobre brillos de corona y de nombre, / con labios de monarca lanza un grito de hombre!» (Rubén Darío).

Artículo anteriorBrasil clasifica a cuartos y elimina a Venezuela
Artículo siguienteLa degradación de las palabras