José María Jiménez Ruiz
Terapeuta familiar y vicepresidente del Teléfono de la Esperanza

“Al ayudar te ayudas”, dijo R. W. Emerson, escritor norteamericano del siglo XIX. Una de las compensaciones más hermosas de la vida es que no se puede ayudar sinceramente a nadie sin que, al mismo tiempo, uno se ayude a sí mismo.  Los seres humanos formamos una gran familia cuyos componentes dependemos los unos de los otros. Si alguno de ellos se ve perjudicado, los demás se verán  dañados también. Por el contrario, lo que hacemos en provecho de los otros acaba siempre redundando en el propio beneficio.

Cuando nos afanamos en alcanzar nuestras metas de espaldas al entramado que nos relaciona con nuestros semejantes, corremos el riesgo de hacer un esfuerzo vano, hasta comprobar que hemos estado persiguiendo  una escurridiza quimera. Eso es así porque el hombre no es un ser aislado sino miembro activo y reactivo de grupos sociales.

Nuestra experiencia está determinada por la interacción que podamos mantener con el medio físico y humano en el que se desenvuelve nuestra existencia. Ésta carece de sentido si no vivimos en fraternal armonía con el contexto físico y humano, en el que se desarrolla.

La felicidad a la que todos aspiramos no debe buscarse en paraísos lejanos, ni es alcanzada tan sólo por quienes protagonizan hazañas memorables. Reside en el interior del propio corazón.  Consiste en vivir en armonía con el propio yo, en tener conciencia de la propia dignidad, en el reconocimiento de la identidad espiritual que nos es propia y de la presencia de esa misma dignidad en las personas con quienes nos relacionamos y las que no también.

Cuando, desde una mirada no codificadora, contemplamos la verdadera naturaleza espiritual  del prójimo, nuestras relaciones se trasforman y la manera de dirigirnos hacia él ya no está guiada por el paradigma de la competitividad sino por el de la cooperación, la complementariedad y la búsqueda compartida de metas que, en solitario, jamás será posible alcanzar.

Quienes miran a las personas como simples unidades de una sociedad deshumanizada  frustran cualquier posibilidad de mantener relaciones creativas  que ayuden a los otros a ser mejores personas y más felices.

Cuando empobrecemos nuestro contacto con los demás hasta no ver más que sus limitaciones, en realidad, reforzamos, en la mente de esas personas sus propios miedos que les impiden superarse. Por el contrario, en la medida en que somos capaces  de tratarlos como seres con vocación de transcendencia más allá de sus apariencias,  entonces les estamos ayudando a descubrir su vida interior más auténtica y plena.

No es posible alcanzar la felicidad al margen de una mirada comprensiva hacia quienes son nuestros semejantes. Una mirada limpia y clara que alcance la realidad profunda que atesora todo ser humano. No creo sea otro el tipo de armonía a mantener con los demás que pueda garantizar nuestro propio bienestar espiritual.

El Jefe indio Seattle afirmaba: “La red de la vida no ha sido tejida por la acción humana. Dentro de ella somos un hilo. Lo que hacemos a la red nos lo hacemos a nosotros mismos”. Si no nos es posible lograr una modesta cota de felicidad sin  mantenernos en conexión armónica con nuestros semejantes, tampoco lo es desde actitudes irrespetuosas que ignoren nuestra pertenencia a una naturaleza  a la que debemos cuidar y de la que tanto tenemos que aprender. Vivir hermanados con la naturaleza Y protegerla es, no sólo un irrenunciable deber moral, sino, incluso, condición indispensable de supervivencia. Para nosotros y para las generaciones venideras.

En la naturaleza no hay recompensas, ni castigos, sino consecuencias. En la actualidad, dado el incremento espectacular de la población mundial, de las consecuencias no controladas de desarrollo tecnológico y del consumo desaforado hemos llegado a un punto en el que lo que algunos llaman Madre Tierra ya no puede tolerar por mucho más tiempo nuestras frívolas irresponsabilidades.

Siguiendo a Francisco de Asís debemos entender que, si mantenemos los ojos del alma abiertos, extraeremos portentosas enseñanzas, como sostuvo Sri Lanka, de los árboles, del viento, del arroyo, de la flor modesta en la que nadie repara y hasta de las mismas piedras que encontramos por el camino. Porque el hombre que vive atento podrá encontrar sosiego para su espíritu en la hoja que cae, en el canto de la corriente de un riachuelo o en el susurrante soplo del viento que apaga la luz de una modesta candela.

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