Una de las mayores vulnerabilidades de Guatemala es su insuficiente y caduca red vial, tanto a nivel urbano como extraurbano, y por lo tanto paralizar al país es relativamente fácil y no se requiere de una gran movilización para establecer puntos de bloqueo que generen un caos enervante para cientos de miles de personas. Ayer se vivió una jornada de ese tipo y el malestar de los ciudadanos se fue extendiendo en forma generalizada.

Al momento persisten serias dudas sobre el origen de esa movilización bien organizada y que evidenció contar con suficiente apoyo logístico. Las organizaciones campesinas fueron las primeras en desmarcarse negando cualquier relación con el grupo desconocido que formuló nuevas y distintas demandas en medio de la crisis política que se vive en Guatemala. Luego los partidos políticos se inculparon mutuamente, negando al mismo tiempo que estuvieran atrás de las manifestaciones tan bien organizadas aunque no con una participación masiva. Y no faltan los que señalan que el movimiento de ayer fue un esfuerzo para dividir a la sociedad que acuerpa los movimientos de descontentos contra la corrupción.

El caso es que el malestar de mucha gente ayer por los gigantescos embotellamientos fue notorio porque la vida y la rutina diaria se interrumpieron abruptamente por los bloqueos en puntos estratégicos de esa maltrecha vialidad. Y evidentemente eso era uno de los objetivos de la acción, es decir, molestar a los cientos de miles de automovilistas y de pasajeros del transporte colectivo que fueron afectados por la peculiar protesta.

Es esto una muestra de que vivimos tiempos de río revuelto y que habrá muchos pescadores que tratarán de tener su ganancia, gente que quiere llevar agua a molinos muy distintos a los que mueven esa indignación ciudadana por la corrupción y la impunidad. No será fácil controlar manifestaciones que pueden tener otros objetivos o simplemente persiguen funcionar literalmente como contra manifestaciones para romper la unidad que se ha ido alcanzando alrededor de las ideas básicas contra la corrupción y la impunidad.

A ello se suma la acción de grupos que a paso de tortuga discuten reformas que serán totalmente inútiles, no sólo porque no podrán cobrar vigencia ni en el caso de que fueran aprobadas, sino porque tienen que pasar por el Congreso. Se va imponiendo una actitud proactiva de la ciudadanía para no dejarse atrapar por esa tendencia a que en medio de la institucionalidad de la corrupción e impunidad, se pretenda amoldar pequeños ajustes para preservarla a toda costa. Nadie dijo que el camino al cambio sería fácil ni puramente festivo.

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