Eduardo Villatoro

Conforme han transcurrido los días, tu ausencia se profundiza más. Pensé que sería lo contrario. Que el lento paso de las horas que se van acumulando en noches de silencio mitigaría esta soledad que rasga los recuerdos; que lentamente se iría apaciguando en cada uno de los pasos que vacilantemente recorro sobre las huellas que dejaste en cada recodo de mi vida y que pronto encontraría la anhelada resignación de la que constantemente me dicen al oído quienes que nos vieron caminando pequeños o largos tramos de nuestras vidas, aconsejándome fortaleza a la tribulación del alma sin reposo desde aquella madrugada del viernes cuando te despediste para siempre de este universo tangible y partiste hacia la Patria Celestial que nos enseña el Gran Libro.
Recordarás que apenas estabas transitando por los postreros pasos de tu anticipada adolescencia y yo comenzaba a tejer mis sueños en las ramas de mi compulsiva juventud, la primera vez que tus ojos y los míos alcanzaron a refugiarse en nuestras pupilas para dibujar las siluetas de nuestros cuerpos delgados, el mío quizá un tanto quebradizo y el tuyo que ya merodeaba las curvas de la mujer en que pronto te convertirías.
Alguien de tus amigas nos presentó y con la escondida timidez de tu frágil experiencia, tendiste la mano que yo tomé entre las mías, porque temía que de pronto proseguirías tu ruta, con la cabellera negra que ondeaba sobre tus hombros y se precipitaba hasta tu cintura, que yo adiviné rodeada por mis inseguros brazos.
Esa tarde de adelantada primavera fue el inicio no imaginado de un viaje que sólo se interrumpió brevemente, cuando obligado por mi compromiso con los que carecen de una tortilla con frijol para llevárselo ansiosamente a la boca, partí de esta querida Guatemala para estar salvo en suelos cercanos. Pero pudo más la fuerza de tu amor, amada mía, y el aliento de los hijos, que el riesgo de morir en una encrucijada.
Ahora que no estás físicamente presente -cuando los chicos de entonces que disfrutaban del tibio y suave albergue maternal de tu amparo, fueron descubriendo y ubicando sus propios destinos-, y en tardes grises como las de esta nublada noche que se aproxima cargada de lluvia y de perdidos aconteceres, se derrumba mi voz en el vacío y se desliza tu rostro entre los visibles pliegues de mi frente, para aposentarse de nuevo en el umbral de cada angustioso instante de la infructuosa espera.
Quiso el Eterno que estuvieras postrada en el lecho durante más de siete meses, para que yo pudiera estar en la permanencia de tus vigilias, en el descuido de tus lamentos y en la férrea constancia de someternos a la misericordia del Inefable, cuya fidelidad se remece en el manto de su gozo.
Estás en la sombra de la frondosa buganvilia que se trepó desafiante en una de la paredes que circundan un jardín ahora un tanto descuidado, donde sembraste orquídeas, geranios, rosas y otras flores que se disputan los rayos del sol, que regaste con agua que brotaba de tus pestañas y rociaste con el callado canto y oraciones de gratitud y arrepentimiento hasta las alturas, para que fuéramos redimidos por el sacrificio del buen Jesús, quien me sostiene con más fuerza que recias ondas del mar y es la roca de mi salvación.
No necesito buscarte para sentir que dejaste tu fruto en las gotas de mi pensamiento, en las ventanas desde donde atisbo las montañas que admirabas desde las terrazas y te regocijabas bajo el claro firmamento de diciembre.
Dichosos los que guardan juicio y los que hacen justicia en todo tiempo -me decías- porque no se han contaminado del afán de acopiar riquezas y ufanarse de la codicia del hombre que margina al niño y explota al pobre. Te prometí que no menguaría en mi pacto con los que rondan la amargura de la mesa sin pan y el cuerpo sin abrigo.
Fueron 52 calendarios que juntos anduvimos. Hoy te extraño en cada palabra no pronunciada y repito lo que te dije a la luz de nuestra aurora: Te amo, amor, porque si no te amara, de todas formas te amaría.

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