Eduardo Blandón

La vida es un continuo descubrir o lo que es lo mismo un aprendizaje perenne que unos asimilan más, otros menos y unos cuantos, nada.  Pero quizá los momentos más reveladores son los de la infancia, a la edad de seis u ocho años.  Es ahí donde la piel está más fresca y la impronta de un acontecimiento se vuelve imborrable.

Recuerdo, por ejemplo, mi experiencia con la mentira.  El primer desconcierto provocado por una persona mayor que te dice: “al regresar te compraré un helado” y de regreso no trae sino disculpas y perdones.  Todo con esa sonrisa falaz que busca indulgencia y que intencionalmente disimula arrepentimiento.

No fue un helado lo que me frustró en esa ocasión, sino el ofrecimiento de un juguete.  “De regreso, cuando venga de mi viaje, te compraré eso que me pides”.  ¿Qué era?  No lo tengo claro: soldados, carros de guerra, un guante de beisbol… no lo sé.  El caso es que quien me lo ofreció (recuerdo su cara, su nombre y sus gestos) apenas pudo explicar su olvido.  Muchas risas y demasiadas falsedades para el niño que contaba los días de su regreso.

Luego vino la decepción del género humano.  Alrededor de los nueve años, mi propensión por lo religioso me llevó a la lectura de los Evangelios.  La vida de Jesús me impresionó muchísimo.  Sobra decir que los relatos de su bondad, la atención a los enfermos, su ánimo de hacer el bien y una vida que juzgué absolutamente correcta y santa, me hizo admirarlo hasta hoy.

Pero también recuerdo lo triste que me puse cuando esa misma gente a quien le hizo Jesús tanto bien, lo traicionó.  No puedo reponerme todavía de esa frase contundente: “si eso se hace con el leño verde, qué no se hará con el seco”.  Y desde entonces tengo la impresión de que la gente no sabe responder sino con mal.  Estoy bastante convencido que, como decía Darío, hay demasiada maldad en el corazón del hombre.

Luego, volvamos al inicio.  Las experiencias de la primera edad marcan demasiado y es tarea titánica enmendar un error, corregir un prejuicio o sanar una herida.  Los psicólogos lo intentan, igual que los libros de superación, pero en el fondo, muy en el fondo, pululan esas experiencias que condenan o salvan nuestras vidas de adultos.

 

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