Eduardo Villatoro
La libertad de expresión del pensamiento y el derecho de informar y ser informado son dos de los fundamentos básicos de una sociedad democrática, sostiene la mayoría de los periodistas, y la importancia de esos pilares “exige defender permanentemente estos principios ante cualquier intento de restricción o coacción procedente de toda forma de poder, y también de su posible degradación, provocada por su eventual inobservancia o adulteración por parte de los propios medios o de quienes trabajan en ellos”, según precisa Mar de Fontcuberta en su libro “La Noticia, pistas para percibir el mundo”.
Estos enunciados vienen a propósito para referirme de nuevo al caso del texto que publicó el martes 11 el señor Martín Banús y que una semana después intentó vanamente defenderse ante las críticas que desató, por el contenido del artículo a todas luces racista, aunque pretenda negarlo, puesto que los conceptos vertidos están a la vista de cualquiera que se considere medianamente tolerante y que no padezca de miopía cerebral.
Dos aspectos son dignos de considerar en ese breve párrafo de la académica y periodista española doctora en Periodismo y Ciencias de la Comunicación, uno de los cuales alude, sin proponérselo –por supuesto, por obvias razones– a la tesis y praxis que caracterizan a los editores del Diario La Hora, específicamente en lo que concierne que las páginas de este vespertino están abiertas a la publicación de indistintas corrientes de pensamiento, aun cuando se contrapongan a los criterios de los directores, que se identifican con las necesidades más sentidas de la población guatemalteca, como se trasluce en sus columnas de opinión, reportajes e informaciones noticiosas. En La Hora, pues, no hay lejanos u ocultos atisbos de “inobservancia o adulteración” de columnas.
La autora del mencionado libro y de otros más relacionados con la comunicación social, advierte que los periodistas son quienes, en primer lugar, tenemos el compromiso de salvaguardar aquellos principios, y de ahí que es necesario que voluntariamente deberíamos estar sujetos a un código deontológico, que ya funciona en muchos países, el cual supone la adopción de normas de conducta profesionales que no siendo impuesto por el Estado carece de disposiciones coercitivas, y, por lo consiguiente, trascienden más allá de mandatos incluidos en normas legales, como, en nuestro caso, el artículo 35 de la Constitución Política y la Ley de Emisión del Pensamiento.
Un conjunto de estos preceptos éticos contempla que los periodistas (y posiblemente también los columnistas que ejercen otras profesiones) deberíamos observar una clara distinción entre los hechos y las opiniones e interpretaciones, para evitar confusiones o distorsiones deliberadas.
El código deontológico que, en su momento, promovió el Colegio de Periodistas de Cataluña –citado por la doctora Fontcuberta– señala entre sus reglas que se debe respetar el derecho de las personas a su propia intimidad e imagen, especialmente en casos o acontecimientos que generan situaciones de aflicción o dolor, evitando la intromisión gratuita y las especulaciones innecesarias sobre sentimientos y circunstancias.
La autora hace énfasis en que es necesario que el periodista proceda con especial responsabilidad y rigor en el caso de informaciones u opiniones con contenidos que puedan suscitar discriminaciones por razones de sexo, raza, creencias o extracción social y cultural, o incitar el uso de la violencia, evitando expresiones o testimonios vejatorios o lesivos para la condición personal de los individuos y su integridad física y moral.
(A propósito de la supuesta retracción del racista aludido, el aprendiz de columnista cita a María Elena Walsh: -Cuando las palabras no son mejores que el silencio, es mejor no pronunciarlas… o escribirlas).