Luis Enrique Pérez

Precisamente hoy 13 de Noviembre, cuando se cumplen 54 años del comienzo de la época de la insurgencia armada en nuestro país, evoco el final de esa misma época, el 29 de diciembre del año 1996. Es la fecha de la firma del último de los acuerdos político-ideológicos llamados “acuerdos de paz”. Fueron acuerdos celebrados por funcionarios gubernamentales y comandantes guerrilleros, con la intermediación de diplomáticos y la exclusión del pueblo de Guatemala.

Actualmente los acuerdos de paz son cadáveres que funcionarios legislativos, judiciales o ejecutivos pretenden resucitar; y para resucitarlos los invocan, por ejemplo, para reparar un edificio escolar, respetar los derechos civiles, dotar de medicinas a los hospitales públicos, reconstruir un camino rural, capturar delincuentes, investigar a funcionarios públicos corruptos, mejorar la auditoría financiera de las instituciones del Estado, comprar vehículos para patrullaje policial, construir prisiones más seguras, reducir la evasión tributaria, o administrar justicia.

Quizá hasta los invocan, por ejemplo, para premiar a un deportista, subsidiar la educación de un niño genial, perforar un pozo de agua en una aldea, auxiliar a las víctimas de un terrible desastre natural, sembrar un arbolillo conífero, vacunar a un perro callejero, cuidar una vaca perdida, condecorar a un diplomático intrusivo, aumentar el sueldo de un viejo conserje, limpiar los drenajes citadinos, incinerar basura, predicar el evangelio del calentamiento global, reparar el pizarrón de un ruinoso edificio escolar, o prohibir la cacería de garrobos.

Tan evidente es que los funcionarios legislativos, judiciales y ejecutivos deben sujetarse únicamente a los mandatos legales y no a los acuerdos de paz, como evidente es que el pueblo de Guatemala jamás aprobó, mediante una consulta popular, esos acuerdos, aunque tenía que ser consultado, porque eran indiscutiblemente asuntos “de especial trascendencia”, tan “especial”, que pretendían constituir un programa gubernamental que todo partido político oficial tenía que ejecutar. Y el único de los acuerdos que fue sometido a consulta, por obligación legal y no por generosidad de funcionarios públicos y guerrilleros, fue rechazado. Aludo al acuerdo de reforma de la Constitución Política de la República.

Puede conjeturarse sensatamente que si los otros acuerdos de paz hubieran sido sometidos a consulta popular, todos hubieran sido rechazados; pero aunque el pueblo no hubiera sido consultado sobre esos otros acuerdos, encontró un recurso para manifestar que los rechazaba. Ese recurso consiste en los procesos electorales que ha habido a partir de la firma del último acuerdo de paz. Efectivamente, en esos procesos el partido político que fundaron los comandantes guerrilleros ha obtenido una ridícula cantidad de votos, propicia para la vergüenza ideológica y la humillación moral. ¿Qué valor popular pueden tener, entonces, los acuerdos de paz?

Post scriptum. Alguna vez hasta los políticos demagogos despreciarán los acuerdos de paz porque ya no serán útiles ni aún para complacer a la celebérrima comunidad internacional, que quizá ya los sepultó por ser lo que realmente son: cadáveres. La ex-guerrilla misma ha de reconocer la calidad cadavérica de los acuerdos; y despreciada en procesos electorales pero animada por sus viejos fines, intenta nuevos medios, que prometen ser más eficaces que las armas… y que los votos.

Artículo anteriorEl muro no termina de caer
Artículo siguienteMéxico, narcorrepresión y corrupción