Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt
Cada vez que se hace alguna denuncia en contra de políticos o funcionarios, la respuesta que tiene a flor de boca los implicados es que se presenten las pruebas del caso, a sabiendas de que la corrupción generalmente no deja huellas y resulta muy difícil disponer de medios fehacientes para demostrar más allá de toda duda que se han cometido actos ilícitos. Sin embargo, resulta que en los últimos días hemos visto al menos dos casos en los que la grabación de conversaciones ha permitido demostrar que lo del tráfico de influencias no es paja ni invención mal intencionada, sino una práctica común y corriente entre ciertos individuos del entorno político y, concretamente, del oficialismo.
Cuando se cuestionó la forma en que se integraron las listas para elegir magistrados y se dijo que hasta existieron presiones para que se declarara con lugar un amparo a favor de la vicepresidenta Baldetti, fue la misma funcionaria quien demandó airadamente, como es su estilo, que se presentaran las pruebas pertinentes.
Pero ahora resulta, por lo visto, que cuando se hacen públicas las conversaciones que demuestran en forma absoluta el tráfico de influencias, resulta que no les gusta y hasta inician procesos en contra de quienes están cumpliendo con su anterior demanda, como ocurre con el caso de Baldetti, el diputado Godofredo (sic) Rivera y la magistrada Claudia Escobar.
Lo mismo está ocurriendo ahora con la diputada Emilennee (sic) Mazariegos, puesto que en vez de centrarse en las negociaciones espurias que hizo con el funcionario de Salud Pública de su distrito electoral, se quiere desviar la atención sobre la grabación que se hizo del momento en que traficaban influencias y de esa cuenta distraer la atención para evitar que nos centremos en el debate sobre el comportamiento poco ético de nuestros diputados.
Yo recuerdo perfectamente cuando discutimos con Ramiro de León Carpio por los negocios que se hacían en la compra de medicinas y el entonces Presidente me dijo que le presentara pruebas de lo que hacía su ministro. Le dije que pruebas no existían, pero que había suficientes evidencias que eran de su conocimiento y que no tomarlas en cuenta era hacerse el papo de lo que estaba ocurriendo. Pero viendo lo que ahora se hace con las pruebas consistentes en grabaciones que reflejan la porquería extrema de nuestra política, pienso que lo mismo hubiera ocurrido si hubiera dispuesto de datos más contundentes.
El tema es que la chamarra que se usa para tapar la corrupción no tiene límite alguno y desafortunadamente el cuero de nuestros políticos es demasiado grueso como para que puedan sentir pena o vergüenza. En la mayoría de países del mundo hubiera bastado que la opinión pública supiera de conversaciones tan comprometedoras para que los políticos hubieran tenido que renunciar a sus cargos, pero en nuestra pobre Guatemala tenemos que aguantar sus desplantes y ver cómo se burlan de los medios de prueba que evidencian su catadura y la absoluta ausencia de ética en el comportamiento oficial y cómo andan tramando componendas con fines aviesos que nada tienen que ver con el servicio público.