Javier Estrada Tobar
jestrada@lahora.com.gt

En las últimas semanas leí varias noticias y columnas de opinión que critican el “populismo” y decidí indagar por mi cuenta sobre este fenómeno. El diccionario no registra esa palabra, pero a partir de la lectura de textos sobre política y economía se infiere que el término hace referencia a las acciones o decisiones que adoptan las personas –especialmente los aspirantes a cargos públicos o autoridades– para ganar popularidad.

Por ejemplo, para los grupos críticos, la entrega de bolsas con alimentos a las familias pobres por los políticos se considera una medida populista, porque busca ganar popularidad y agradar a un sector necesitado de la población, aunque a cambio se les pide el voto o apoyo político. En este contexto, se entiende que el populismo es un mecanismo nocivo para la sociedad, porque las autoridades aprovechan la necesidad de alimentos en la población para ganar su favor.

Sin embargo, ese populismo, que se presenta como lo peor de la política y que algunos pintan como “la estrategia maligna” de los gobiernos sudamericanos, no es producto de la generación espontánea o un fenómeno aislado de las sociedades latinoamericanas. Tiene una explicación que algunos no entienden, o tal vez, no les conviene entender.

El populismo es, a todas luces, una consecuencia de la pobreza y la inequidad, que juntas hacen a la población dependiente de bolsas de alimentos, bonos y otros “regalos” que les ofrecen las autoridades y los políticos. En Guatemala, esto está más que comprobado y no se necesita un análisis complejo para comprenderlo.

Tal vez si hubiera empleos dignos y salarios justos, educación de calidad, salud gratuita y recreación para todas y todos en Guatemala, entonces no habría necesidad de políticas y proyectos populistas. Mi conclusión es que el verdadero enemigo del país no es el populismo, sino la pobreza.

Incluso, el populismo es mejor que nada. Me explico: Hace 50 años los pobres eran invisibles para la sociedad; los gobiernos negaban su existencia y no se preocupaban ni por acercarse a las comunidades sumidas en la miseria. La gente pobre no contaba en las elecciones y por eso jamás verían en su casa una bolsa con frijol, arroz y aceite, o un bono por llevar a sus hijos a la escuela y el centro de salud.

En la actualidad, esa población pobre representa un importante caudal político y por eso son beneficiarios de los programas sociales, ya que con las bolsas de alimentos, los comedores, los bonos y otros proyectos se intentan ganar su simpatía; antes nunca recibían ni un solo beneficio del Estado y ahora, al menos, tienen algo de vuelta.

Con esto no digo que el populismo sea una solución para los problemas del país; por el contrario, creo que el juego de mantener a un importante grupo poblacional dependiente de los “regalos” es bastante peligroso y perverso, sin embargo, ahora los pobres son visibles, cuentan y son un grupo de presión.

La mejor forma de acabar con este círculo vicioso es fortalecer las instituciones del Estado, mejorar los servicios públicos de educación y salud, combatir la corrupción y sobre todo, tener claridad de que la pobreza es la causa de la mayoría de nuestros males.

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