René Arturo Villegas Lara

En ese tiempo no había luz pública en el pueblo y las calles escasamente se iluminaban con los candiles que colocaban en puertas y hornacinas. Por eso daba miedo salir de noche y prácticamente había toque de queda. El padre Chavarría era un hombrón como de dos metros y gordo como un gran tonel. A los patojos nos daba miedo porque era enojado y tenía una voluminosa nariz llena de adherencias rojas, parecidas a los chilitos que le ponen al árbol de Navidad. Gracias a Dios que llegaba de cuando en vez, cuando Gabino, el sacristán, le avisaba que ya estaba acumulado el “quehacer” y las parejas se casaban teniendo ya hasta dos años de vivir juntos. Un día, como en el año 48, las campanas empezaron a repicar con alegría y unas bombas voladoras surcaron el cielo desde la Casa Blanca, en el mero cruce de donde arrancaba la vereda para la aldea Sinacantán. Los patojos, siempre noveleros, nos fuimos encarrerados a ver qué pasaba, encontrándonos con dos curas vestidos con sotanas negras, montados en dos machos de carga que los traían de Cuilapa, por una carretera abandonada desde los tiempos de Estrada Cabrera. A los patojos noveleros se unieron un montón de gente y mayordomos de las cofradías, hasta que los instalamos en el convento, lleno de murciélagos y lechuzas que aprovechaban las habitaciones oscuras y abandonas. Las mujeres que tenían la devoción de la iglesia se encargaron de barrer todo el guano de los murciélagos, le pasaron trapeador al piso y sacudieron custodias, cálices, el armonio de pedales y todo el altar mayor. Entonces nos dijeron que se llamaban el padre David, el más viejo, y el padre Juventino, el más joven, que según las jovencitas se parecía a Tony Curtis. Cuando los dos curas agarraron confianza, todos los patojos fuimos convocados a recibir la doctrina. El padre Juventino era ventrílocuo y nos divertía con un muñeco que se llamaba don Roque, bien vestido con un terno de casimir de Amatitlán. Nunca entendimos como era que el muñeco hablaba; algo gangoso, pero hablaba. Algunos vecinos que no eran creyentes, hasta regaron la bola que el padre Juventino era brujo y que practicaba la magia negra. El padre David era de otro genio, casi no platicaba con uno; más se mantenía en sesiones políticas con los finqueros que llegaban al convento, cerraban las puertas y luego salían sin ningún olor a santidad. A los patojos no nos preocupaba eso, porque nuestra vida de niños de provincia era gozar de las ocurrencias de don Roque, sentado en las piernas del padre. Después se fueron estos curas y llegó el padre Shumann, que apenas le entendíamos los sermones porque hablaba en alemán y decía la misa en latín. Ya en la década de los años 50, en la prensa leímos que el Padre David entró desde Honduras, como capellán de La Liberación. El padre Juventino, en cambio, se dedicó a volar avionetas y a componerle canciones a la vida y al paisaje de los pueblos de Santa Rosa, que él recorrió oficiando misa en municipios, aldea y caseríos. En los últimos años de su larga vida, el padre Juventino se dedicó a oficiar misa por televisión y cuando una vez lo encontré en el atrio de la Catedral, ya se le había olvidado que por algún tiempo su mejor compañero fue don Roque. ¡Quién sabe en dónde lo dejó perdido¡

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