Raúl Molina
Esta decisión persiguió a Árbenz hasta su muerte, ya que, por un lado, la CIA no lo dejó tranquilo hasta verle muerto en la bañera, y por otro, la izquierda, agobiada por sus propios disensos, le negó el apoyo que se merecía. Lo afectaron más dos hechos: sí hubo baño de sangre, desatado por la mal llamada “Liberación”; y muchas de las conquistas fueron revertidas, incluido el respeto a la vida y libertad personal. Además, las tierras entregadas a campesinos volvieron a la UFCO y manos privadas. ¿Qué habría pensado Árbenz al ver que el imperio y sectores criminales en el país, para mantener sus privilegios, desataron el terrorismo de Estado que produjo la desaparición forzada de 45 mil personas, tortura y genocidio, costando la vida a más de 200 mil personas?
Muchos se preguntaron ese 27 de junio y después qué llevó al Presidente a cambiar de posición en dos días. Leí una carta enviada por el Embajador en México de esa época que pregunta por qué si militarmente las fuerzas leales habían detenido la invasión, si la mayor parte del pueblo le apoyaba, si sectores internos pedían armas para la defensa y si había oferta mexicana de enviar tropas de apoyo, se había tomado una decisión tan dramática. Es claro que para Árbenz el enfrentamiento no era contra mercenarios y militares complotistas, ni tampoco contra la UFCO y la Iglesia Católica. Era contra el imperio. No solamente lo decía Peurifoy en el Palacio, sino que también había quedado evidente en las manipulaciones de EE. UU. en la OEA y en la ONU, el bloqueo de armas, los ataques de los “sulfatos” y hasta el bombardeo de un barco inglés en San José. La defensa solamente era posible construyendo una fuerza nacional más allá de los ejércitos convencionales y con la disposición a aceptar la muerte de decenas de miles de ciudadanos, como se observa hoy en día en países árabes, la mayor parte no combatientes. El espectro de una guerra civil, con EE. UU. apoyando a los agresores, no tenía precedentes. Varios años después, con el precedente de Guatemala, los cubanos pudieron defender su Revolución, con el país preparado a enfrentar la contrarrevolución y al imperio y beneficiados con la decisión de Kennedy de no hacer intervenir a fuerzas estadounidenses. Esas condiciones no estaban dadas en la Guatemala de 1954. Con los hechos de Chile, veinte años después, cuando el Presidente Allende se suicidó en La Moneda, algunos sugirieron que Árbenz debió haber hecho lo mismo. Con toda justicia, Guatemala 1954 no era igual a Chile 1973. En ambos casos, de cualquier manera, EE. UU. golpeó para sumir a ambos países en la pesadilla represiva. ¡Harta deuda tiene EE. UU.!