Eduardo Villatoro

Indudablemente –rememora el autor–, la juventud es una edad dorada y recordada siempre con nostalgia. Es una breve época inolvidable, romántica, vibrante, emotiva, feliz. Es una dichosa etapa creadora y vigorosa en la cual todo es fresco y novedoso, como una vaporosa nube en el firmamento con destellos de color rosa.

Pero –tenía que encontrar el pelo don Francisco– hay que reconocer que esa misma juventud tan alabada, cantada y suspirada, es también una época llena de luchas, de preocupaciones, de negros nubarrones, muchas veces de privaciones y nunca exenta de incertidumbres, celos, zozobras, competencias, temores, rivalidades y ansiedades. Es como una regata en la cual hay que estar compitiendo constantemente para lograr un ansiado trofeo.

Afortunadamente, después de la tempestad viene la calma. Y quizá lo mejor de la juventud “es que ya pasó”. Lo cierto es que sin saber cuándo, en cierto punto impreciso de la vida llega ese lugar en que uno aminora su marcha y se detiene, posándose suavemente, sin prisas, dentro de uno mismo. El cauce se convierte en una corriente de paz que se mueve lentamente, casi sin sentirlo, hacia esa infinita grandeza, profunda e inconmensurable, que es el final de todos los viajes a donde van a parar todos los ríos: el mar. Esa etapa es la “madurez”.

¡Pues que sea bienvenida! La madurez no es exactamente el mediodía de la vida, ni la tarde, ni la noche. Más bien yo diría –aprecia Arámburo– que es ese impreciso momento que llega sigiloso en las primeras horas del día, abarcando esos instantes brumosos y volátiles que se disuelven poco a apoco al ser tocados por los emergentes rayos del sol. Nosotros, mal que bien, por lo menos llegamos a la recta final. Y eso es para celebrarlo. “¡Ya la hicimos!”

Al llegar a la madurez cesan las dudas y las incertidumbres. Ya no es necesario hacer tareas ni desvelarnos estudiando, correr tras el autobús por las mañanas, presentar agobiantes exámenes, pasear a la novia o preocuparse por conseguir empleo. Lo que íbamos a ser, ya lo somos. Y lo que no íbamos a ser, ya no lo fuimos… ni lo seremos. Entonces ¿Para qué preocuparnos?

Para los que “cruzamos la frontera” –enfatiza el señor Arámburo– y estamos al otro lado, colocados sobre esa amplia, tranquila y bien ventilada terraza, ya no hay carreras, nerviosismos, competencias, prisas. La edad de los impulsos arrebatados, pues, ya ha terminado. ¡Y qué bueno!

Con inusitado asombro –personaliza– descubro día a día nuevas sorpresas y satisfacciones que nunca soñé que existieran. Al sentirnos en paz con los demás y con nosotros mismos, recuerdo la sabia reflexión de Amado Nervo, quien la resumió así: “Vida, nada me debes. Vida; nada te debo. Vida, estamos en paz”.

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