Eduardo Villatoro

Al acercarme al pequeño centro comercial donde estaba instalada la peluquería observé que sus puertas estaban cerradas, algo que no era normal. Retorné más tarde y luego al día siguiente cuando el dueño de una abarrotería enrejada me reveló que Carlos se había visto obligado a “huir de los mareros que lo estaban extorsionando”, porque temía por su vida y no podía pagar el dinero que le exigían los delincuentes.

Al cabo del tiempo me visitó con sus instrumentos de trabajo en mano para ofrecerme sus servicios a domicilio, hasta que optó por retornar al inicio de su vida laboral: empleado de otra barbería.

Este caso no es extraordinario. Forma parte ya de la cotidiana existencia de decenas de miles de familias guatemaltecas de moderados y hasta míseros ingresos, porque el bandolerismo se ha convertido en una plaga que azota lo mismo a propietarios de pequeñas y medianas empresas que a pilotos de autobuses, hasta analfabetas tortilleras y choferes y ayudantes de camiones de extracción de basura.

En un alto porcentaje este fenómeno criminal es reflejo de lo que acontece en el interior de las cárceles, desde donde operan impunemente los jefes de pandillas que por medio de teléfono móviles ordenan a sus clikas cometer sus fechorías, como es del conocimiento público, y de ahí que cuando la CICIG y el MP desarticularon la estructura criminal encabezada por el reo Byron Lima Oliva se pudo sentir en el ambiente social popular un clima de relativo alivio, al suponer que termina la pesadilla de las extorsiones, por lo menos las originadas en presidios.

Naturalmente que no es real esa percepción, por múltiples causas; pero lo que podría asegurarse es que el día en que ningún recluso, especialmente los acusados o sentenciados por delitos vinculados a las extorsiones, tenga acceso a teléfonos celulares, entonces disminuirían sensiblemente los asaltos, secuestros, homicidios, asesinatos y otros hechos ilícitos atribuidos a la delincuencia común y al crimen organizado.

Desde luego que la ola de violencia delictuosa no se habrá erradicado; pero al menos se habrá alcanzado un objetivo importante como resultado directo o colateral del desmantelamiento de la banda de Lima Oliva, además de otros efectos determinantes, como el frontal combate a la impunidad y hasta quizá alcance a menguar la escandalosa corrupción.

(El analista Romualdo Tishudo advierte que el control de presidios no está en manos de la CICIG ni del MP, sino del Ministerio de Gobernación y esto provoca escepticismo por los antecedentes).

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