Raúl Molina

¡Hasta los padres de los migrantes menores deben sufrir castigo, como la Fiscal General propone! ¿Y nuestro Congreso? ¡Bien gracias! Con tal que les paguen, pueden declarar hasta que “la Tierra no es esférica”, como hicieron al negar el genocidio. ¿Y los partidos políticos? ¿Acaso existen, o son solamente camarillas? Bajo estas condiciones, pedirle a Pérez que levante su voz para exigir que cese la complicidad de Estados Unidos en los actos genocidas de Israel en Gaza, como muchos otros gobiernos y organizaciones hacen, es impensable, así como criticar a la policía de Ferguson, Estados Unidos, por su discriminación racial y represión contra la población afrodescendiente. Después de todo, la discriminación racial fue factor clave del genocidio cometido por el Ejército en Guatemala.

Esa discriminación, verdadero racismo, sigue vigente en el desprecio por la vida de nuestros pueblos indígenas y otros sectores marginados, incluidos los cientos de miles de migrantes que siguen tomando el camino del norte. Claman al cielo los asesinatos recientes de Sebastián Rax Caal, Luciano Can Cuyub y Óscar Chen Quej, cometidos en Alta Verapaz por la policía para defender los intereses y la rapiña de una empresa de aguas. Y esto seguido por la militarización de la región, para aplacar la justa ira de los pueblos indígenas. Quinientos años después de la invasión europea y 18 años después de la firma de los Acuerdos de Paz, la sangre indígena sigue regando el suelo patrio para satisfacer la demanda de oro –repetición de la aventura española– otros metales, otros minerales como el cemento, el agua y cuanto recurso esté disponible, en una nueva feroz invasión de los territorios indígenas. Ya varios visionarios políticos han vaticinado que así como las guerras de los imperios se han desatado en los siglos XIX y XX por el petróleo, las guerras del siglo XXI serán por el agua y otros recursos esenciales. Así se reactiva la lucha de clases de los poderosos contra los oprimidos en Guatemala. Para satisfacer la demanda de electricidad barata que hacen los poderosos, el Estado permite y promueve que se quite el agua a los pueblos indígenas, aunque éstos se opongan, de voz y de hecho, porque la necesitan para sobrevivir. Igual con la minería y la privatización del agua. Para defender esta nueva violencia estructural, que igual ciega vidas por millares, el Estado apoya con la violencia estatal. Hay que señalar a estos aplicadores del “garrote” que tanto la política como la economía tienen la obligación de velar por los seres humanos, todos y todas, garantizándoles la vida y el goce de sus derechos humanos fundamentales, incluidos los derechos consagrados en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas. ¡Ya basta!

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