Claudia Navas Dangel
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Como diría Benedetti, “creo que mi ciudad ya no tiene consuelo”, así lo siento y sé que muchos lo sienten así, aunque sé también que muchos no entienden esto. Falta quizá que se enteren de lo que ocurre más allá de esa talanquera, ese portón y esos guardias, ja, custodios de lo ajeno, seres sin nombre, a los que una mano saluda levantándose perezosa sin siquiera verlos.
Falta tal vez que luego de renegar por el pesado tráfico, volteen su rostro, sí, ese que encuadra los ojos que no miran al guardia y vean a un lado. El paisaje no es hermoso, para nada, la proximidad de ese puente que se yergue en la miseria no es atractivo, lo sé.
Pero justo ahí, el desconsuelo es evidente. Un sitio baldío en donde el polvo se levanta en estos días ventosos, mientras a rastras un niño lleva a cuestas una lámina, ¿su techo?, o quizá la chapa en la que en noches lluviosas recostaba su cabeza mientras los sueños se perdían porque la oscuridad de la noche y lo que en ella ocurre cuando no hay un guardia, espanta ese mínimo momento de placer en donde la realidad se oculta entre ronquidos, grillos que rozan sus patas, gemidos, aullidos y balas.
Creo que mi ciudad ya no tiene consuelo. Falta seguramente que las promesas que se hacen cada cierto tiempo –en donde labios labiosos custodiados también por guardias, besan cabezas sudadas, abrazan cuerpos cansados y aprietan manos rasposas–, se concreten. Falta que quienes aprietan su rosario o levantan su Biblia, vestidos con lujo o en templos majestuosos, con guardias también, por cierto, de los que seguramente no saben el nombre, hagan efectivo el amor al prójimo. Falta a lo mejor sentirse un momento perdido, sin rumbo, sin nada, sin nadie para poder entenderlo.
“Tuvo esperanzas mi ciudad y no fueron delirios petrificados ni profecías en alta voz”, como decía el gran maestro uruguayo. Los tuvo. Hoy creo que mi ciudad ya no tiene consuelo.