Eduardo Blandón

Nada de qué extrañarse. Baldizón nunca ha sido inconsecuente con su naturaleza de desvergonzado. Él es un político sin escrúpulo, mendaz, oportunista y obcecado. Tienen razón los que opinan que es un precandidato peligroso. Solo pensarlo como Presidente de Guatemala hace que la imaginación se estremezca y se maree frente a tan insensato personaje.

Pero atento, no crea que Manolito Baldizón es de los peores. Alejandro Sinibaldi también tiene lo suyo. Al punto que el día en que el Tribunal Supremo Electoral (TSE) lo absolvió con ingenuidad (¿o estupidez?) de hacer campaña anticipada, su sonrisa de guasón hizo temblar las paredes de su oficina. Compiten los dos no sólo en cuanto a contenido de picardías, sino en las formas cómo expresan en sus caras sus muchas mañas.

¿Sería Alejandro Sinibaldi mejor presidente que Manuel Baldizón? La pregunta es tan absurda como considerar si belcebú tiene más bondad que satanás o si el averno place más que el infierno. La verdad es que son la misma cosa. Y no se necesitan ojos biónicos ni exámenes profundos para determinar la igualdad de su naturaleza. Basta ver sus actos para comprender que en ellos hay solo ambición y arribismo, sed de poder y ánimo de riqueza.

Con semejantes prospectos, Guatemala no puede estar peor. Vienen días en que el sistema electoral nos pondrá una vez más en el dilema de elegir entre dos monstruos. Entre pícaros a quienes el sistema de derecho les importa un pepino. Entre políticos dispuestos a venderle el alma al mejor postor para llegar al poder. Entre mañosos que no les importa en absoluto Guatemala.

Si alguien dudaba de que Baldizón era capaz de cualquier cosa, su dimisión del partido Lider lo pone en evidencia. El precandidato que es tan superficial que promete llevar a Guatemala a un mundial de futbol, el ciudadano que dice que no hará campaña política sino «actividades humanitarias» de manera individual, el «intelectual» capaz de presentar un libro lleno de plagio, ese es el que el sistema quiere proponernos como opción para conducir el país. El sistema político tiene que estar podrido o demente para considerar semejante posibilidad

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