Al conmemorarse el 45 aniversario de la Masacre de la Embajada de España, sin duda podemos afirmar que hemos vencido al terror contrainsurgente. Pero no lo decimos con triunfalismo ni soberbia, pues ha sido una lucha larga y dura, en la que los hombres y mujeres sobrevivientes empeñamos la vida que logramos preservar. En esta gesta, hicimos realidad la máxima bolivariana que “el arte de vencer se aprende en la derrota”.
Como individuos y como sociedad, nuestros actos nos definen. Lo realizado, o lo que dejamos de hacer, determina el rumbo de nuestras vidas. Por ello, la memoria histórica da cuenta de lo que somos como sociedad, explica cómo hemos llegado hasta aquí, sirve para entendernos y para delinear nuestro futuro. Rescatarla, equivale a preservar nuestra esencia y tener conciencia de nuestra identidad. Por ello, no cejaremos en nuestro esfuerzo memorioso.
La masacre de nuestros compañeros y el personal de la Embajada, como se demostró en el juicio, tuvo como propósito aterrorizar a la población, quemando vivos a quienes pacíficamente tomaron la legación diplomática, para frenar el genocidio en el norte del Quiché.
Fue el corolario de meses de denuncias y acciones políticas bajo la consigna “Ejército asesino fuera del Quiché”. Ese grito desgarrador lo pintamos en paredes y lo grabamos en la conciencia de la ciudadanía que no fue cómplice del genocidio, como los son ahora los militares “matamarrados” y los politicastros cobardes que les sirven, a cambio de altos puestos y espurias monedas.
Los hechos, aunque extensamente conocidos, han sido permanentemente tergiversados. La ocupación pacífica de la Embajada por campesinos, indígenas, obreros y estudiantes, no tuvo más propósito que el de exigir que se integrara una Comisión Independiente para que investigara las masacres del Ejército en el Quiché.
La respuesta del gobierno luquista fue invadir territorio español y quemar vivos a casi todos los ocupantes, a pesar de que el embajador Máximo Cajal y el canciller español Marcelino Oreja, demandaron el respeto a la extraterritorialidad de la legación diplomática.
Por eso, quienes nos oprimen pretenden ocultar o tergiversar nuestra memoria colectiva, para enajenarnos y dominarnos con mayor facilidad. Esclarecer hechos como la masacre de la Embajada de España es sano, permite desentrañar la verdad histórica y demandar justicia y reparación digna y transformadora para las víctimas. Hacerlo bien es la única garantía para evitar que vuelvan a suceder hechos tan dolorosos, para impedir que el Estado sea instrumento de muerte, en lugar de ser garante de vida, de justicia y de desarrollo.
El Estado ya ha reconocido su responsabilidad en la masacre. Primero, cuando el Canciller de la República, Eduardo Stein, pidió perdón por la masacre al pueblo y al gobierno español, después de la firma de la Paz. Luego, cuando el Congreso emitió el Punto Resolutivo 6-98, estableciendo en su tercer considerando: “Que en el año de 1980, un grupo de campesinos hizo suyos los sufrimientos, necesidades y peticiones de la inmensa mayoría guatemalteca que se debate entre la pobreza y pobreza extrema, al tomar la embajada de España con el único fin de que el mundo conociera su situación”. Además, resolvió que los ocupantes “dieron su vida por encontrar el camino para un mejor futuro y alcanzar la paz firme y duradera”.
Lo anterior es el fruto de un esfuerzo colectivo de quienes hemos mantenido viva la memoria de aquellos luchadores por la paz, convencidos que debe haber justicia para que haya reconciliación.
Tuvimos que esperar 36 años para que se realizara el juicio en el que se individualizaron las responsabilidades penales por la masacre del 31 de enero de 1980, ya que nuestro ordenamiento jurídico no permite enjuiciar al Estado.
La matanza nos golpeó brutalmente, pero no nos desmovilizó, pues dos días más tarde, el 2 de febrero de 1980, más de treinta mil ciudadanos rompimos el cerco militar y policial y le dimos a los mártires la más digna sepultura.
En el sepelio, los estudiantes Jesús España, Gustavo Hernández y yo fuimos ametrallados por Pedro García Arredondo, Jesús Valiente Téllez y sus esbirros. Los dos compañeros murieron, pero yo sobreviví para reivindicar su ejemplo y contribuir a la condena de 90 años al Jefe del Comando Seis.
Meses más tarde, en plena dictadura luquista, los trabajadores del campo pararon la zafra y el corte de café y, en una gesta sin precedentes, lograron que el salario mínimo agrícola se incrementara 320%. El enfrentamiento fue con los finqueros, sus bandas de sicarios y el ejército que, totalmente rebasado, no pudo frenar una lucha que involucró a más de 300 mil obreros del campo.
Después, la matanza siguió contra los universitarios, los sindicalistas, los pobladores, los religiosos, los socialdemócratas y, con especial sevicia, contra los Pueblos indígenas. Sin embargo, la lucha continuó desde la clandestinidad, desde el exilio o desde los Comités de Población en Resistencia. Fue ese clamor ciudadano por la paz el que posibilitó el cese al fuego y las negociaciones de paz.
Después vino la Paz y se impuso la dictadura del gran capital, que utilizó todos sus medios de comunicación para dar una batalla contra la verdad histórica. Durante muchos años los mártires, los auténticos patriotas, las víctimas de la ignominia castrense y oligárquica fueron tildados de subversivos y terroristas, hasta que logramos sentar a los victimarios en el banquillo de los acusados y demostrar su culpabilidad.
En juicios televisados, que observaron el debido proceso hasta el último detalle, se demostró que fueron los militares, al servicio de la oligarquía, quienes construyeron un régimen de terror contrainsurgente, que ahora se hace pedazos, gracias a miles de mujeres y hombres que no cedimos en nuestros afanes libertarios, mantuvimos viva la memoria, reclamando verdad y justicia.
Parece que fue ayer, pero ya han pasado 45 años desde la masacre de la Embajada de España, el 31 de enero de 1980. La rabia desapareció, pero el dolor persiste, agudo, pertinaz, implacable. La rabia se desvaneció porque hubo justicia; en un juicio con todas las garantías del debido proceso, se demostró cómo el Estado de Guatemala, y sus agentes represivos, con el apoyo de la oligarquía, promovieron brutales crímenes de lesa humanidad, como quemar vivos a los ocupantes de la Embajada de España y al personal de la legación.
En su informe, la Comisión de Esclarecimiento Histórico aclaró los hechos y estableció que se trató de un crimen del gobierno de Lucas García. Hubo verdad y justicia, pero no hubo reparación digna ni garantías de no repetición. Eso permitió que, décadas después, durante el gobierno de Jimmy Morales, 41 niñas fueran abrasadas vivas en el estatal “Hogar Inseguro Virgen de la Asunción”, crimen por el que el comediante debe responder.
La historia nos enseñó que el arte de vencer al terror radica en la consecuencia, en la lucha y en la perseverancia. Lo más duro fue superar los años de oscuridad y silencio, aquella época en que encarnamos el ejemplo de Mahatma Gandhi: “Si estás en lo cierto y lo sabes, que hable tu razón. Incluso si eres una minoría de uno solo, la verdad sigue siendo la verdad”.