Hace 10 días conmemoramos el 80 aniversario de la Revolución de Octubre de 1944, cuyo horizonte programático sigue vivo. Los que se asumen posmodernos porque saben encender una computadora, chapurrear el inglés y navegar en internet, nos acusan de arcaicos y nostálgicos a aquellos que, a pesar de haber nacido después de la gesta libertaria, reivindicamos su vigencia, pues aún aspiramos a gozar -en una versión actualizada- del sistema octubrista de garantías sociales y políticas que la contrarrevolución mercenaria de 1954 nos arrebató.
Por soberbia o por ignorancia, los posmodernos olvidan que toda perspectiva real de libertades tiene como base condiciones de vida más humanas. Sin condiciones materiales que las sustenten, las garantías individuales y los derechos ciudadanos -bases de un Estado moderno- se convierten en demagogia y engaño. La lucha por el bienestar es una batalla de la sociedad en su conjunto; ni por casualidad será un subproducto del mercado. De modo que modernidad efectiva -además de la eficiencia productiva y el internet- implica legitimidad, democracia, bienestar e interculturalidad.
Para reconstruir el país y recuperar el Estado cooptado, y frente a la pandemia del Covid, la recesión, el cambio climático y la corrupción, evocamos a la Revolución del 20 de Octubre, sin lugar a dudas el movimiento ciudadano qué mayor impacto tuvo en la Guatemala del Siglo XX. Por primera vez en nuestra historia reciente, los guatemaltecos tuvieron la oportunidad de legitimar un proyecto nacional que dio origen a un modelo de Estado y de juridicidad basados en el consenso.
El programa octubrista respondió a las demandas sociales del momento, y fue ratificado por el proceso electoral de más alta participación en nuestra vida republicana, al elegir masivamente al Dr. Juan José Arévalo Bermejo. Como una segunda ratificación puede interpretarse la elección del Coronel Jacobo Árbenz Guzmán, para presidir el segundo gobierno de la Revolución.
Las transformaciones alcanzaron el ámbito económico, político y social, muchas de las cuales han sido revertidas. Fue un ejercicio cívico inédito, en el cual importantes sectores de la población pudieron incidir en la definición y ejecución de la política pública, legitimándola. Es urgente que reeditemos un ejercicio ciudadano de esa profundidad y magnitud.
Hoy pretenden vendernos nuevos espejismos: ciberespacio, inteligencia artificial y comercio electrónico. Sin embargo, la pandemia desveló la brecha digital entre aquellos con banda ancha y computadoras de último modelo, y los niños pobres, indígenas y rurales que perdieron dos años de escolaridad, por no poder acceder a la educación a distancia.
Acceder a las tecnologías de la información y del conocimiento no es solamente un problema de voluntad; requiere de sociedades democráticas, más igualitarias y más justas, donde tener acceso al ciberespacio, a la tecnología y a la ciencia sea un derecho humano.
Por todo esto, los llamados a ciber-desarrollarnos –en el marco de las desigualdades sociales existentes- equivale a que nos inviten a subirnos a un tren cuyas vías no pasan por Guatemala. Las computadoras facilitan el acceso a la información, o al engaño. Las tecnologías de la información y el conocimiento (TIC) deben estar inmersas en una filosofía humanista que procure el bien común.
Esa modalidad de ejercer la política y la gobernabilidad, la que nace del consenso ciudadano y no de la fuerza, es la que mantiene viva la llama de Octubre; ese es el legado que reivindicamos aquellos que asumimos que debemos aprender de los aciertos y de los errores históricos, pues negando el pasado no se puede construir el futuro.
Evidentemente, 80 años después, necesitamos encontrar en el ideario colectivo un nuevo modelo de democracia que, además de velar por la libertad de elegir, procure equilibrar libertad con igualdad, gobernabilidad con legitimidad, poder con ética, Estado de Derecho con justicia distributiva, crecimiento económico con desarrollo humano, unidad nacional con multiculturalidad.
Desde la Primera Magistratura, Arévalo Bermejo impulsó lo que él denominó el Socialismo Espiritual, una formulación filosófico-política que surgió del liberalismo con un sentido socializante: la plenitud del individuo en un marco de bienestar social. Sistematiza esta teoría en su Carta Política al Pueblo de Guatemala, legándonos un ideario que la clase política de hoy, tan ayuna de principios programáticos, haría bien en estudiar.
En su memorable discurso de despedida como Presidente, Juan José Arévalo advierte que también hay que ocuparse de la derrota filosófica, política y cultural de las ideologías totalitarias y conservadoras, pues, disfrazadas, son asumidas por aquellos que dicen defender la democracia.
La actualidad de estos juicios hace evidente la visión estratégica de aquel estadista que, hace 80 años, supo empinarse sobre la mediocridad provinciana y partidista, para convertirse en un prohombre; ayunos de líderes de esa talla, debemos aprender de su pensamiento y obra.
Los hilos del futuro de Guatemala están enredados y hay que desenmarañarlos, pero como sostiene el jurista y filósofo Norberto Bobbio, “para deshacer nudos es necesaria la inteligencia; para cortarlos basta con la espada”.